sábado, 24 de julio de 2010

SOBRE (Y CONTRA) LA FOTOGRAFÍA


RAZONES PARA OTRO ARTE A PROPÓSITO DE PHOTOESPAÑA’10
(articulo original en 'Esfera pública':

1-

Si la modernidad cabe entenderse como el pacto mefistofélico para perpetuar un instante donde pueda condensarse toda la sed de infinito ansiada por una razón que comenzaba a titubear con la tragedia que le era ya inherente desde el principio, la postmodernidad, aún después de todo, no ceja en su empeño de librarlo todo a una carencia de sentido que apunta al mismo lugar: salvarse, a última hora y, como quien dice, de penalti injusto.
Cabría esperar que el arte hubiera aprendido lo que le va en el envite y hubiera dejado drenar sus estructuras hasta la disolución de todo remanente temporal que cupiera bajo sus estructuras. Pero ya se sabe, la temporalidad lineal, además de correr pareja al imperio de la presencia de todo ser presente, está ineludiblemente ligado a eso tan caro al ciudadano medio: la emoción, la búsqueda insana de todo lo que huela a ‘experiencia’.
Claro que algo se huele, como no podría ser de otra manera; claro que el ciudadano medio, escaldado como está de los sinsabores del sinsentido en que todo lo artístico y estético ha caído, prefiere la siesta onanista que el tedio cultureta. Y es que el instante, ahí donde se prefiguraba la tan ansiada autonomía de la razón ilustrada, tuvo noticias casi desde su mismo origen de su “gran otro” en la figura camaleónica de lo sublime. Porque ya Kant evidencia, en su concepto de sublime, lo precario de la escisión de los dominios del arte y la moral, y, sobre todo, el insondable vacío en que descansa su concepto de belleza.
Así pues, las diferencias son más bien escasas a primera vista: si el instante, la promesa salvífica de sentido en que quedó cifrada la ilustración, no es hoy más que un ahogado suspiro de terror, el espectáculo circense en que ha caído la sociedad entera no es más que el síntoma para la enfermedad de nuestro tiempo. “El espectáculo organiza con destreza la ignorancia de todo lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo ha llegado a conocerse”: Guy Debord supo ver en la por entonces más que incipiente sociedad del espectáculo los beneplácitos de un sistema que permite contemplar pero que no incita a juzgar y que da por bueno todo lo que ve con tal de no verse presa, otra vez, de los sinsabores de un espera, de una terrorífica espera.
Y si decimos que las diferencias son aparentemente mínimas es por que el arte ha hecho dejación de sus principios y ha decidido correr junto a lo espectacular y lo transbanal de unos medios de reproducción que saben bien que toda referencia al instante debe quedar amparada en una reproducción a velocidad límite y donde, de esta manera, el mismo arte tenga la función de ayudar en el proceso disolutivo de lo real. La temporalidad del arte va de la mano de la inmediatez de la telepresencia, de unos efectos de superficie que dan fe del ‘nunc’ absoluto en que ha caído toda temporalidad. Y es que, como sostiene Virilio, “el ‘aquí’ ya no existe, todo es ‘ahora’”.
En esto como en todo, la televisión tiene mucho que enseñarnos. Como dispositivo emocional a escala mundial, la televisión lleva a cabo el tour de force que necesitaba la actual economía del telesimulacro. No ya arañar bocados de ficción para anestesiar el dolor que pudiera causarnos la realidad, sino comprender la realidad como simplemente generadora de ficción. Así, en el espectáculo de la nada que nos propone, incluso la existencia del mundo llegará a ser problemática al haber sido absorbida toda por la televisión.
Así las cosas, para gran parte del arte contemporáneo, el instante no deja de ser lo mismo que para los demás ámbitos en que han caído los mundos de vida fenomenológicos: un sustrato con el que amasar un divertimento fugaz, una herramienta para calmar un poco este horror tan mortal que es el sabernos víctimas sin futuro en un mundo en plena devastación.
Sin embargo y por el contrario, la misión del arte no debería de ser otra que liberar al instante del poder despótico del signo. Su sino debería ser el de estar en perpetua crisis, jugando con aquello precisamente que queda olvidado y arrinconado en la producción del simulacro a escala global: el dolor. El arte ahora más que nunca debería de poder remitir a unas estructuras temporales donde se evidenciase el trauma del olvido, donde el instante, siempre bajo el yugo de la maquinaria altamente tecnificada de la presencia, fuese realmente liberado del poder despótico del signo-mercancía.
Quizá el grito de horror sea consustancial al ser humano, quizá no haya forma de acallar el terror endémico en que se ha convertido la falta absoluta de porvenir, pero por el momento, y en decir de Adorno, al arte no le cabe otra que “tomar sobre sí toda la oscuridad y toda la culpa del mundo” y poner “toda su felicidad en reconocer la infelicidad; su belleza, en rehusar toda apariencia de belleza”.
Total, y en resumidas cuentas, que el horror que el arte, en la negatividad de su propio concepto, ha de volcar sobre sus espaldas es tanta, tanta la pesadumbre, el remordimiento y el resentimiento, que no solo es que sea imposible hacer poesía después de Auschwitz, sino que el mismo arte opta en mayor medida por desentenderse de sí mismo y hallar anclaje en la servidumbre maquínica que rinde al instante, instante este, claro está, como temporalidad siempre presente del capital en la velocidad límite de su movimiento.



Unas palabras de Félix de Azúa en un reciente congreso pueden dar perfecta cuenta de este estado de ambivalente latencia en que se encuentra un arte endiosado en el momento mismo de hallar sepultura: “casi medio siglo de estética negativa nos instiga a creer que la etapa terminal del arte es definitiva y ya no habrá nuevas crisis sino la institucionalización de la última, lo que indicará, en efecto, su desaparición como concepto. Da que pensar que sea la financiación estatal e institucional la que mantiene con vida el grueso de la producción post-artística, como si ésta formara parte de los engranajes del estado, entre el ministerio de sanidad y el de educación”. Difícil mayor precisión en menor espacio: el arte podrá ser cualquier otra cosa, salvo él mismo.


2-
El actual festival Photoespaña’10 es uno de esos acontecimientos que, a poco que uno se fije con el aparato conceptual que hasta aquí hemos anotado, causa un sofoco estival difícil de digerir. Así dicho, pareciera que nos quejamos de vicio, que nos disgustamos de ver Madrid entero lleno de esos cartelitos amarillos que indican que dentro se pueden contemplar ‘arte’, que no nos alegramos de que alguien halla visto las bondades de poblar a la cuidad entera con fotografías. Pero, para comprender hacia donde queremos apuntar con este breve ensayo, creo que lo más conveniente será refrescar brevemente lo que hemos entendido por ‘cultura’ en las últimas décadas.
La cultura, el denso magma sobre el que se eleva cualquier construcción artística, cualquier ensayo de crítica como pueda ser éste, ya no remite a una instancia metadiscursiva con capacidad de otorgar beneplácitos, sino que, en el camino de ida y vuelta que ha supuesto la expansión de la cultura en la economía y viceversa, aquella, la cultura, no es más que un discurso más, un efecto de superficie al amparo del simulacro de turno. Consecuencia de esto que apuntamos puede ser el actual estado del arte y que más arriba hemos tratado de delinear: en la lógica del capitalismo tardío, tanto da igual hablar de disolución del arte como de autonomía del arte debido a que la superación objeto/sujeto se da como estetización generalizada, estando de esta manera difuminados los contornos que antaño separaban al vida del arte.
Sin embargo, a pesar de ser ya impotente a la hora de hacer emerger grandes relatos homogenizadores, la cultura sigue teniendo entre sus capacidades aquella que la califica como el mejor marco sociopolítico de sujeción de la diversidad. Porque en la labor de seguir proponiendo modelos para la producción de subjetividad es donde la cultura sigue siendo la instancia-poder privilegiada.
Esto, y que a primera vista, dado que las políticas de la diferencia son las que parecen llevar la voz cantante, no sería nada a criticar, es el enésimo “tour de forcé” del simulacro del hipercapital: dar a entender a la ciudadanía que la cultura ya no es eso tan de Freud que genera un malestar debido a la represión de las pulsiones, hacer comprender que ahora es el juego de las identidades lo que conforma el a priori con el que empezar a jugar, es la trampa de una cultura que ha sabido que, siguiendo a Boltanski y Chiapello, la represión más perfecta es la que toma la forma de una bien simulada aculturación.
Dar entonces gato por libre, proponer ámbitos de interrelación social donde, de hecho, no haya nada que compartir sino un gregario narcisismo a expensas siempre del divertimento más banal, del ocio más abotargado, es la estrategia perfecta de un capital que sabe que tiene en la producción de simulacros a su más fiel de los aliados.
La cultura entonces se ha erigido en la más perfecta de las instancias productivas de unas subjetividades que tienen en la anestesia emocional su marca de clase. Y es que, si esta cultura disfrazada de ideología del capital es el mecanismo al que ha de plegarse toda subjetividad que desee emerger a la superficie, lo propio será mantener el campo de posibilidades para la acción real a buen recaudo. Si la aculturación es la tecnología preferida pro el capital, la forma que esta toma es la de mantener toda posibilidad bajo mínimos. Chantal Mouffe lo dice bien claro: “todo lo que tiene que ver con el papel que juegan las pasiones en la creación de identidades colectivas, todo aquello que tiene que ver con el deseo, con el inconsciente, y de forma más general con la cultura, se oculta”. Es decir, los campos de potencialidades libidinales son prefigurados por los dispositivos de producción, cada uno desea aquello que se el permite y, así, la jugada sale maestra: si el efecto es anterior a la cusa, el reino del simulacro es absoluto y cada uno vive en su telerealidad preferida, aquella precisamente que cree haber deseado.
Cerrar la alternativa al hipercapitalismo, esa y no otra es la misión de todo lo que huela a cultura. Un arte entonces enmarcado dentro de lo institucional, un arte estatal, no dejaría de ser, por tanto, un arte en contra de su propio concepto, un arte que hubiese cerrado las puertas de su caudal utópico antes incluso de haber emergido, una arte, retomando a Félix de Azúa, que este de igual a igual con la sanidad y la educación en cuanto a instancias praxeológicas encaminadas al bienestar del ciudadano.




La conclusión es aterradora: si sanear nuestra salud requiere de la sanidad estatal, curar nuestra silente anhelo de sabiduría, nuestra humana inquietud por comprender todo aquello que nos rodea, requiere de unos engranajes estatales que nos lo dan ya todo mascadito y, como no, con ganancia siempre para el capital. El último descubrimiento de éste, la paradójica ecuación entre cultura y ocio, ha terminado por dar el tiro de gracia a un todo discurso cultural con posibilidad utópica. Si Marcuse ya denunciaba que el sistema requería “que el ocio sea una pasiva relajación y una recreación de energía para el trabajo”, si descubría que “la técnica de la manipulación de masa ha tenido que desarrollar una industria de la diversión que controla directamente el tiempo de ocio”, unos pocos años de vida más le hubiesen dado para ser testigo de cómo el ocio se unía con su otrora rival, la cultura, para crear el más poderosos de los dispositivos hipercapitalistas.
El arte entonces ha terminado por ser el delegado de esta instancia productiva en la que el capital cifra buena parte de su triunfo. Tendiendo puentes entre la cultura y el ocio, el arte, en la deriva específicamente negativa de su concepto, apalabrándose precisamente con aquello que en principio debería luchar, con el legado burgués de la Ilustración, ha terminado por convertirse en el dispositivo perfecto para el control de subjetividades y enmascaramiento de lo que cabría cifrar como “realmente” cultura: todo aquello llamado a crear ámbitos para que surja la posibilidad, todo aquello cuya función fuese la regeneración de utopías lejos del poder maquínico del instante-presente, todo que ayude a, con Jameson, “romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper este futuro prefabricado”.
Y es que el arte ha venido a subsumir los dos preceptos necesarios para el triunfo del capital: máximo de circulación y máximo de control, todo, además, parametrizado para que nunca pase nada. El arte dicta sus sentencias sobre aquello que debe de ser conservado en el archivo memorístico de la cultura y apuesta por la fugacidad inmediata, haciendo de la pulsión de archivo la estética preferida para un arte que ha hecho indistinguible e hiperpermeable la membrana que separa el espacio mediático del submediático. El arte disuelve toda novedad en la instantaneidad que el capital necesita para su triunfo. Y así, reduciendo el instante a la temporalidad siempre de la presencia, consigue que la circulación del capital sea absoluta.
Además de esto, el arte realiza, en un mundo devastado, el vínculo que pueda aún mediar entre sujeto y predicado; panfletos periodísticos arengando a culturizarnos durante el fin de semana (la exposición que no hay que perderse, el artista del momento), todo para clamar nuestra sed de ‘sentirnos vivos’ una vez por semana. El arte pone coto al horror de saberse un excluido ya que, en su socialización, se lleva a cabo la sutura a la ruptura que media entre los registros psíquicos y sociales de individuo. El control, en definitiva, es absoluto: el arte ha llevado a cabo la mascarada ideológica que necesitaba el capital para su victoria absoluta.


3-
Si ya lo hasta aquí dicho puede hacernos pensar en Photespaña´10 como en uno de esos festivales hechos para mayor gloria del divertimento colectivo en tiempos de calor, en lo que sigue vamos a intentar de mostrar hasta qué punto no es sólo esto así, sino que ya el título de la muestra, unido a una crítica creemos que justa aunque violenta hacia la práctica fotográfica actual, pueden hacernos caer en la cuenta de unas necesidades, las del arte, que distan mucho de hallar en estas entelequias ociosas satisfacción mínima.
De lo ya apuntado puede inferirse que el arte, en mayor o menor medida, será político o no será. Si el arte ha de operar el sentido de una cultura, y si ésta ha de comprenderse siempre como un abrir el sentido al futuro de una posibilidad radical, entonces lo político y el arte han de ir de la mano en la labor de llenar siempre por completo el campo de posibilidades para la acción.
Pero, aún así, decir que el arte ha de ser político o que lo político ha de quedar indisociado del arte, no es decir mucho si enfrente tenemos una política del simulacro y un arte de lo transbanal. Para abrir la lata de las posibilidades que le han sido ninguneadas al arte, para ser capaces de pensar un futuro otro que el ya de por sí dado por las economías de lo hiperreal, creemos que la teoría psicoanalítica puede sernos de gran ayuda.
De ella nos serviremos para delinear un triple régimen, el escópico, el económico y el de la imagen y, a partir de ellos, pensar las coordenadas en que ha de moverse un arte que realmente lleve a cabo el proceso negativo que ha marcado su destino en estos últimos 50 años, al tiempo que veremos que, en muestras como esta de Photoespaña’10, el arte no deja de silenciarse a sí mismo, de enmascararse en bufonadas y en ser correveidile de una ideología al servicio siempre de un control constituido ya como instancia autoproductiva de subjetividades y de una circulación del capital a velocidad límite.
Retrotrayéndonos casi un siglo, ya el psicoanálisis el Freud renegaba de la idea ilustrada de civilización y cultura como aquello llamado a dotar de autonomía y autosuficiencia al sujeto, para dejar abierta la posibilidad del crimen como comienzo inequívoco de la cultura. Todo lo referente a la cultura descansaba en un malestar constitutivo que emanaba de una culpabilidad irreparable por el hecho de haber matado al padre. La cultura entonces es para Freud un pacto entre iguales para olvidar este parricidio primitivo. “No es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos de hacerlo: en ambos casos nos sentimos culpables”: es esta culpabilidad junto con la pulsión de muerte y destrucción que anida en el ser humano lo que toda cultura viene a calmar de forma represiva.
Pero lo fundamental aquí es algo que solo el estructuralismo supo ver y que más tarde Lacan se encargó de desarrollar. Si bien es cierto que la cultura puede comprenderse como instancia represiva en cuanto en tanto vela por los deseos comunes en detrimento de los particulares, lo cierto es que esta represión emana primeramente desde el mismo sujeto en relación a que es la renuncia al incesto y a la totalidad imaginada y sin fisuras, la aceptación de la ley del padre que impide tanto lo uno como lo otro, la condición necesaria para su entrada en la sociedad.
Así, “matar al padre” no es solo el acontecimiento fundamental para una psique que se sabe ya desde entonces culpable, “matar al padre” no es ya un instrumento coercitivo construido por instancia alguna. Levi-Strauss fue el primero en percatarse de la verdadera dimensión interpretativa del mito: de lo que habla ese mito es de qué significa interiorizar al padre. Y es que al interiorizarlo dejamos vacío su lugar y podemos incorporarnos al orden simbólico del lenguaje y del deseo, a la historia y a la cultura.
Así, toda entrada en la cultura conlleva un situarse el propio sujeto en un lugar vacío, flotante. Ya solo decir esto nos sitúa ante en sujeto siempre en fuga, nómada. Lacan remite la existencia del sujeto al concepto de extimidad: un afuera que está en el centro mismo del sujeto. Y es que si hasta entonces el sujeto era un significado fijo que se hacía dotar de significantes, ahora la primacía viene del lado precisamente del significante. Es él el que impone su poder para situarse en una topología siempre dinámica donde ninguna significación puede nunca cerrarse. El cierre imposible de toda significación redunda en el hecho fundamental de que se establece una separación entre “el sujeto del enunciado” y el “sujeto de la enunciación”. No decimos un lenguaje, sino que el lenguaje nos dice. Ecos de Heidegger son aquí innegables: no vivimos en el ser, sino que el ser nos vive; el asiento del Dasein es el abismo (Ab-grund) en que queda cifrada una existencia que se da como comprensión de un ser siempre oculto, y que, solo en su ocultarse, terminará por desvelarse. El ser nos vive, nosotros no vivimos el ser; el lenguaje nos dice, nosotros no decimos el lenguaje.



Si el sujeto por tanto es fulminado en la imposibilidad de darse razones debido a que toda significación ha de ser modulada, aunque sea en su impropiedad, por el significante, no por el significado (sujeto), obvio entonces que al sujeto le sea usurpado todo poder, incluido aquel de ser demiurgo de la realidad. Ahora es el objeto, no el sujeto, el que impone su ley: para Lacan es la inscripción del sujeto en el objeto mediante su mirada lo que define la subjetividad.
Así entonces, toda subjetividad queda al amparo de un punto de ceguera, un punto en el que se mira la mirada, un punto que es nuestra propia visión pero devuelta por el objeto. Y decimos de ceguera porque ese punto, ahí donde vendrían a coincidir la mirada del sujeto que mira con la mirada devuelta por el propio objeto, es de todo punto incognoscible. Ese punto es el punto siempre en fuga donde el significado y el significante nunca vienen a coincidir, es lo inasible de toda existencia, es ahí donde podemos toparnos de bruces con todo el horror: es lo Real.
Y es que en Lacan, pese a lo que se pueda inferir de lo dicho anteriormente, no existe ni una superación de la relación dialéctica sujeto/objeto ni tampoco un poder omnipotente del objeto: lo que existe es únicamente “lo otro”, el tercero en discordia, lo imposible. Así, siempre, en toda mediación, el lugar para que surja lo imposible, el objeto causal siempre en huida, el “objet petit a”.
Porque es ahí, en ese lugar incognoscible y perdido pero siempre como simulando estar dado a nuestra mirada, donde remiten todos nuestros deseos, donde toda subjetividad emerge. Ese punto de contacto permanece irreductible a toda simbolización ya que no deja nunca de reinscribirse, de volver siempre al mismo lugar. Eso, justo eso, es lo que no podemos ver: porque de verlo, nos enfrentaríamos con todo el dolor de lo Real, con todo el sinsentido de nuestra existencia. De ahí que nuestra relación con la realidad sea siempre sintomática; de ahí también que, como ha dejado dicho Ignacio Castro Rey, “el vínculo con lo real sea fantasmático y el fantasma no sea otra cosa que la obra que el significante ha realizado en lo real”.
Y es que, si nos está prohibido ver la verdad completa, la mediación con lo Real ha de estar siempre camuflada, distorsionada, convertida en fantasma de su propia realidad. A esto es a lo que Lacan llama la “pantalla tamiz”. El sujeto, comprendiendo que nunca podrá ver el objeto tal cual es, que en el camino de su mirada ésta se topa con su propio reflejo devuelto por el objeto, opta entonces por renunciar al objeto y reemplazarlo por significantes. El acceso al mundo del lenguaje entonces conlleva de por sí el propio acceso al mundo de la socialización y la cultura. Dicho de una vez, en la comprensión de la realidad, el sujeto tiene que hacer mediar lo simbólico para eludir de esta forma el brutal encuentro con lo Real.
Si en la apropiación de la realidad siempre hay un punto ciego, un área de ceguera donde queda precisamente inscrito el sujeto en la mediación simbólica que lleva a cabo a través de la “pantalla tamiz”, todo proceso cultural consistirá entonces en cerrar tal inscripción de manera lo más creíble e indolora posible, haciendo para ello mediar un aparato simbólico lo suficientemente potente como para que ni siquiera se tenga la impresión de que todo mirar está velado, para que, obviamente, nadie quede ciego en el mirar. Así, por fin, estar inscrito en la cultura es taponar, rellenar con imágenes propuestas por la propia cultura, ese punto de ceguera.

4-Hasta aquí podríamos tener un primer atisbo de lo que debería de ser el arte: la misión del arte sería reabrir el punto de ceguera que nos instituye como subjetividad y, a través de esa apertura, mirar lo Real de nuestra existencia y de nuestros deseos.
Todos los alegatos arriba apuntados en contra de la mayor parte del arte producido en nuestros días tendrían, de ser cierta tal misión para el arte, una estupenda razón de ser. El arte, confabulado con la economía del hipercapital no produce más que imágenes que, lejos de intentar otro régimen escópico, ayudan en la sedación a que toda subjetividad es conducida a través de la cultura. El arte entonces, y siguiendo lo ya apuntado, vendría a seguir la estrategia favorita de un capital en cuyas manos ha recaído el poder de redirigir la simbolización de cualquier mirar.
Que esta misión reservada para el arte está muy lejos de ser efectiva en un mundo que ha hecho del simulacro telemático ontología fundamental, es algo que no es ni siquiera discutido. Hoy en día el arte parece preocupado por una única cosa: seguir el ritmo de creación de imágenes impuesto por el poder maquínico del capital. La sentencia de Baudrillard haciendo resaltar que “el arte ha perdido el deseo de la ilusión a favor de una elevación de todas las cosas a la trivialidad estética y se ha vuelto transestético” es de una apabullante actualidad. Y es que el arte, arrinconado por la estetización generalizada de todos los mundos de vida, solo sabe encontrar acomodo entre lo espectacular, lo trivial y lo banal.
La economía del capital, funcionando a velocidad límite, lleva acabo una profusión de imágenes encaminadas a llenar todos los instantes del simulacro en que ha caído la realidad. Así, el arte, al querer postularse aún como instancia productora, no tiene más remedio que seguir la vorágine en que la producción de imágenes ha caído. Para hacerlo los pasos son bien precisos. Lo transestético de Baudrillard, esa querencia a hacer saltar por los aires toda determinación histórica, conceptual o crítica, tiene su continuación en las siguientes palabras de Boris Groys: “en la actualidad, el término ‘arte contemporáneo’ no designa sólo al arte que es producido en nuestro tiempo (sino que) más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo en el acto de presentar el presente”. La asombrosa claridad de estas declaraciones no dejan lugar a la duda: el arte es la instancia preferida por una economía que ha sabido encontrar en la cultura a su aliado más potente merced al beneplácito con el que todas sus imágenes llegan al individuo. Y es que, nada como jugar en campo rival para ganar de calle. Simulando una torpe rebeldía, el arte realiza la hazaña de desconectar todo marchamo de crítica hacia el sistema. Jacques Rancière, siguiendo esta línea, ya ha acertado en desenmascarar una doble evidencia: “la evidencia de que las formas de dominación que obtienen hoy en día nuestras sociedades son indestructibles y la evidencia de que aquellos que se rebelan contra aquellas formas de dominación son los mejores cómplices del sistema”.
Así entonces, desconectado de su matriz crítica, el arte no tiene más remedio que plegarse al régimen de lo hipervisible en que la realidad ha caído. Todo sucede tan deprisa que el instante es deglutido por el poder de la imagen–signo autoproduciéndose como efecto de superficie: tantas cosas que ver que la mirada no se queda retenida en nada. Todo es fugaz, cambiante, ni siquiera lo espectacular nos hace inmutarnos. Nuestra conciencia se ha habituado al estrés permanente que supone la novedad radical, al tiempo que hacemos de ese régimen ontológico realidad plena: nada es real si no es ficcionado por la telerealidad global, por el simulacro telemático. Y es que la hiperrealidad nos conviene: el horror se silencia, la masacre se convierte en entretenimiento de masas, el frikismo adquiere rango de pathos homoguenizador, el infantilismo es norma de conducta generalizada. El imperio de lo hiperreal es el imperio de una cultura que ha sabido desde el principio que para triunfar, nada como dar satisfacción a los propios deseos de una sociedad entera que ya no sueña con los quince minutos de fama diagnosticados por Warhol, sino con un instante en el videodrome en que la globalidad se ha convertido.
Por tanto, el arte, la verdadera misión del arte, debería de ser la de proporcionar una economía de la imagen lo suficientemente potente como para poder transformar los actuales regímenes escópicos de la hipervisibilidad en otros donde poder violentar los deseos de unas sociedades idiotizadas en sus regímenes panópticos y autodisciplinarios. Solo desde ahí se podría, a través del potencial resignificativo de tales imágenes, abrir el espacio cultural a un verdadero ámbito de lo político, donde toda acción tuviese su propio campo de aplicación praxiológico y donde toda reflexión estuviese encaminada no ya a sedar o aterrorizar existencias frustradas, sino a reabrir un horizonte de posibilidades siempre nuevas.
La misión del arte sería entonces proponer utopías nuevas, utopías que creen una dilación en el sistema, una falla, una ruptura, una apertura en el régimen escópico sostenido por el poder, utopías cuya misión sea, como sostiene Jameson, “romper/interrumpir el futuro y lo abrirlo para nosotros de nuevo”.



5-Si pensamos entonces que el arte debería de apuntar hacia ese lugar vacío que toda cultura trata de silenciar y olvidar, si para ello pensamos que debería de dinamizar y problematizar los regímenes escópicos actuales, no solo el de la hipervisibilidad, sino todos aquellos que queden cifrados en el régimen de la presencia, la última parte de este ensayo iría dirigido a sacar a la luz las verdaderas posibilidades que encuentra el arte en la práctica fotográfica.
A lo antes apuntado acerca de Photoespaña’10, algo que de igual modo y sin otro particular podría postularse de la mayor parte de festivales ‘estatales’, habría que añadir el tratar de desvelar las ocultas estructuras y razones de porqué las instancias-poder nos suministras determinados propuestas artísticas y no otras. Es decir, si el arte, en la disolución al que ha sido dirigido por la propia negatividad de su concepto, es más otra instancia de control que algo con verdadero carácter utópico, en algún punto debe de operarse el engaño, en algún momento se debe de poder oír la risa sarcástica del poder maquínico del signo-mercancía.
Y es que pensamos que, si como hemos dicho, de proponer otros regímenes escópicos se trata, la fotografía, gran parte de la fotografía a nuestro entender, no hace más que hacer perdurable el actual régimen de la presencia problematizándolo lo justo y necesario para fustigarlo, incluso severamente, en sus bases, pero siempre con cuidado de no pasarse de la raya.
La práctica fotográfica se ha hecho fuerte ahí justo donde (casi) ningún problema causa al actual régimen escópico de la hipervisibilidad. Proponiendo otros simulacros más, trata de problematizar el simulacro global y telemático en el que vivimos pero de alguna manera sus efectos son desconectados. Y es que la fotografía trabaja al mismo nivel que la economía del simulacro del hipercapital: apropiacionismo, procesos de resignificación de imágenes, proponer relatos ‘diferentes’ a aquellos que nos son dados ya como tales por los mass media y por el poder, operar una diferencia en los grandes relatos procurados por la historia y la crítica, son sin duda estrategia que de modo alguno hay que minusvalorar. Pero quizá, y ahí es donde queremos poner el acento, se nos antojan demasiado blanditos para una economía del capital que trabaja a destajo y que sabe bien que lo que le conviene es operar con efectos de superficie más que con causas profundas.



Así por tanto, las estrategias más queridas a la fotografía mas ‘avantgarde’, aquellas como el emplazamiento, el desplazamiento, la sobreposición o estratificación de materiales visuales, se nos antojan ingenuas prácticas artísticas, encaminadas más a hacer viables grandes propuestas estatales como esta de Photoespaña’10 que a operar una apertura en los actuales regímenes disciplinarios de la mirada.
Si cada etapa de la economía del capital ha propuesto sus particulares regímenes escópicos y, con ello, una determinada episteme escópica, lo cierto es que el actual nivel en que ha devenido el poder maquínico del signo necesita de otras experiencias para poder enfrentarse a él con algún atisbo de prosperar en la producción de utopías. En este sentido, si el arte ha de generar unos imaginarios colectivos capaces de operar el cambio, por descontado que debe de ir al paso con los modos técnicos usados por el hipercapital en sus funciones simbólicas e imaginarias. Si estamos de acuerdo con Deleuze en que “a cada tipo de sociedad se puede hacer corresponder evidentemente un tipo de máquina: máquinas simples o dinámicas para las sociedades de soberanía, máquinas energéticas para las disciplinarias, máquinas cibernéticas y computadoras para las sociedades de control”, es obvio que los agenciamientos colectivos capaces de proponerse como dispositivos que no sumen para el capital han de ser capaces de, siempre desde la máquina usada por la correspondiente instancia-poder, proponer otra manera de mirar y de conocer.
Con esto, no creemos estar separándonos mucho de las ideas de Benjamin, para quien existía un punto de intersección entre las potencialidades utópicas de liberación y los nuevos modos de expresión producidos por las tecnologías de lo visible de cada momento.
Así pues, y sin querer meter a toda la práctica fotográfica en un mismo saco, de donde el arte ha de ser capaz de resignificar utópicamente la imaginería propuesta por el sistema, no es de las imágenes-presencia de la fotografía, sino de la imagen electrónica, imágenes que en su devenir puro fantasma atesoran una extraordinaria capacidad para condicionar la vida del deseo y del afecto. Porque si es ahí, en lo fantasmagórico de unas imágenes que permanecen flotantes y efímeras donde en la actualidad se está jugando todo lo referente al deseo y la producción de sentidos, el arte debe de ir al centro justo de aquello que lo está desconectando precisamente de sus promesas de autonomía. Y es que en el actual estadio del poder del capital, es la imagen electrónica la que, como bien ha dicho José Luis Brea, “fulge con el brillo breve de la mercancía en su captura total de los flujos de deseo”.




La imagen electrónica, como producida por la actual maquina desiderativa, es la que condiciona las estrategias seguidas por la economía política contemporánea y, como tal, es desde ella desde donde ha de operarse una nueva forma de mirar, de conocer y de, sobre todo, producir subjetividades. Es, en definitiva, desde la imagen electrónica desde donde ha de trazarse una diferencia en la mirada de la hipervisibilidad, desde donde ha de diseminarse unos modelos narrativos que todavía cuentan siempre con recargo para el capital, y desde donde, en su inespecífica ubicuidad, en su productibilidad infinita, poder insertarse en el núcleo duro del que emana toda nueva posibilidad. Porque es en ella, en la imagen electrónica, donde está el germen de la siempre otra posibilidad, de la diferencia que une diferencias posibilitando la producción de una novedad: es en ella donde se decide la apropiación de nuestros deseos por la actual maquinaria del capital, y donde, al mismo tiempo, hacer viable una alteridad desde donde empezar a generar diferentes procesos de construcción identitaria.
Es, por tanto, a partir de la imagen electrónica desde donde el arte ha de ser capaz de proponer nuevas maneras de otorgar sentido a los procesos culturales. Jugando en el propio terreno de las perfectas máquinas disciplinarias y moldeadoras del deseo, el arte ha de operar una diferencia, un punto de desconexión en la red que funciona como dispositivo hipervisual, una reverberación en el actual régimen escópico y proponer un punto de ceguera ya no mediado ni silenciado por la maquinaria libidinal del simulacro telemático.
Por último, está fugacidad efímera de las diferencias que posibilitan en cada momento un ‘entre’ diferente y novedoso desde donde hacer surgir una inter-legibilidad encaminada a potencializar el sesgo emancipatorio de toda formación subjetiva, hará gala de un dispositivo-memoria totalmente diferente, no anclado en la temporalidad de la presencia que privilegia el instante como momento en el que la voluntad de poder del signo-mercancía se hace presente, sino una instantaneidad que se proyecta siempre al futuro como actualidad-diferencia siempre renovada. En esta nueva temporalidad, temporalidad de la diferencia siempre presente, ve Jose Luis Brea el nuevo estatus utópico surgido de esta nueva cultura post-archivística. Si antes eran las utopías, ahora son las futurotopías lo que posibilitarán paradójicas arqueologías del futuro, líneas de fuga de una nueva temporalización donde no esté todo ya jugado desde el principio a expensas del instante-presente.

6-
Ir más allá de lo hasta aquí dicho en relación a la imagen electrónica sería sobrepasar con creces las dimensiones de este breve ensayo. Pero, con lo ya dicho, creemos haber puesto las bases para una recodificación de toda práctica artística en un doble sentido: por una parte, desmembrarse de toda práctica institucional, práctica que como he tratado de poner sobre la mesa no hace más que silenciar cada vez más el oprobio enmascarador en que queda cifrado toda práctica cultural (ahora más que nunca al hacer viable la ecuación ocio=cultura); y, por otra, ser muy críticos con los procesos productivos llevados a cabo por el arte en su tarea de generar imágenes, con el firme propósito de desvelar los puntos de hermanamiento del arte con las estrategias del capital en su labor de producir subjetividades.

viernes, 16 de julio de 2010

LA FOTOGRAFÍA COMO GRAN MENTIRA


JAMES CASEBERE
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta 31/07/10
Sorprende, así de buenas a primeras, la cantidad de fotógrafos, de buenos fotógrafos, de verdaderos artistas fotógrafos, que realizan su obra fotografiando pequeñas maquetas diseñadas previamente por ellos mismos. Y es que, lo que parece estar claro es que es la realidad lo que cada vez parece más infravalorado a la hora de llevar a cabo ejercicios fotográficos.
Bien es cierto que si la fotografía consiguió entrar por la puerta del arte no fue a través de su bien aprendida facilidad para la disección entomóloga, ni por sus virtuosos ejercicios de adecuación hipermimética con la realidad, sino que más bien consistió en postularse como práctica discursiva preeminente para problematizar las hasta entonces homogéneas imágenes que una realidad, ya de por si más que poliédrica, devolvía.
Cansados de la desmaterialización del objeto artístico, soterrados baja toneladas de conceptualismo, la fotografía, allá por mediados de los 70, supo agenciarse de unas estrategias perfectas para entrometerse ahí justo donde al sistema más le duele: en la maquinaria puesta en movimiento para la producción de imágenes a escala global. Marketing, fotógrafos de moda elevados a tótems, la idioticia de Warhol como paso previo para entrar en el ‘star system’. Pero también hirientes ejercicios de apropiacionismo, de deslizamiento semántico, de estratificación.
Así entonces, si la naturaleza artística de la fotografía viene ligada a su capacidad de problematizar la realidad misma que es fotografiada, normal entonces que sean decorados fantasmáticos y desnudas arquitecturas lo que necesite actualmente el arte. Y es que, si la realidad ha devenido simulacro global, fotografiar la actual realidad no sería más que un espeluznante docu-drama, una estrategia para atrincherarse en lo más socorrido de una pulsión de archivo que guarda incluso aquello que ya no-es ni siquiera realidad. Porque el domino hipertecnológico llevado acabo por el poder maquínico del signo ha conseguido que la realidad completa no sea más que un efecto de superficie, un campo de inmanencia donde opere la estrategia del simulacro.




Por tanto, el arte, la fotografía, ha de esperar escondida a que el acontecimiento suceda para captarlo. Plantarse delante de la cotidianidad diáfana que nos circunscribe, documentar “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, no sería más que, y siguiendo la maestría de Antonio Machado, plasmar “lo que pasa en al calle”, algo que ni al más pintado le puede interesar lo más mínimo.
Pero el acontecimiento, el simulacro, es esquivo. A pesar de haber sido elevado a categoría ontológica, el simulacro tiene, en su frenética ambivalencia, la jugada maestra que asegura su triunfo. Y es que es haciendo inviable las separaciones llevadas a cabo a nivel de superficie como el simulacro triunfa: haciendo gala de un hiperrealismo atroz, eclipsa por completo lo real; la membrana que separa lo mediático de lo sub-mediático ha devenido (…) debido a la velocidad instantánea al que remite todo simulacro; cultura de élite y cultura de masas vienen a confundirse en el elitismo de salón de la transbanalidad estética.
En pocas palabras, cuando, como dijo Valery, “el tiempo del mundo finito ha acabado”, el tiempo redunda ya solo en una constante telepresencia de acontecimientos que no se suceden realmente ya que el relieve de la instantaneidad prevalece sobre la profundidad de la sucesión histórica. Ese, y no otro, es su absoluto triunfo: que es en su no-ser-aún pero que simula un constante ya–sido donde cifra la imposibilidad de ser representado. El simulacro, no-siendo, es como es; teniéndolo entre las manos, es como se desliza al instante a otra parte. La memoria es instantánea, la historia está anclada en un fondo abismal, y el sujeto se resuelve como esquizoide en meros efectos de superficie, en simples instantaneidades de donde le es imposible hacer emerger una subjetividad propia.
La realidad entonces, no siendo más que un sustrato a expensas del simulacro de turno, no tiene nada que decir ni nada que hacer en un mundo que se autoproduce en imágenes generadas a velocidad límite. La fábula de Nietzsche se ha convertido en nuestra peor pesadilla: la fábula que predijo se convertiría el mundo real con tan solo llevar a cabo una ‘simple’ inversión del platonismo, es ahora nuestro propio ‘mundo ideal’, ahí donde sucede todo y donde todo es hiperreal. Así, nada sucede ‘realmente’ si no ha sido televisado, nadie es ‘realmente’ si no ha hecho de su hipervisibilidad régimen subjetivo propio. Cuando nada es más que la entelequia simulacionista con que consigue proponerse como hipervisual, la televisión se ha convertido en justo aquello que define lo que somos cuando ya nadie es lo que cree ser.
Tanto es así, tanto es el poder maquínico del signo, tanta es la fuerza libidinal del telesimulacro autogenerándose siempre en tiempo real, tanta la sugestión de la maquinaria de producción de imágenes llevada a cabo por el tardo capitalismo que el fin del mundo coincidirá con el momento televisivo en que el mundo y la imagen del mundo formen un asola y misma realidad.
Retrotrayéndonos entonces al principio, el arte, condenado a cargar, como sentenció Adorno, con toda la culpa del mundo, ha de no solo jugar en campo ajeno deslindándose de las otrora ‘realidades’ y apostando por problematizar aquello que permanece como irrepresentable, el simulacro, sino que ha de ser capaz de proponer otro régimen en el mirar y en el sentir, un régimen escópico que propicie una salida al triunfo omnipresente de la mercancía y que nos despierte de la siesteante panacea de sabernos conectados al simulacro global.
Sólo en este sentido caben entenderse las palabras del gran teórico de la fotografía Geofrrey Batchen: “el final de la fotografía debe conllevar la inscripción de otro modo de ver y de ser”. Por tanto, entender la fotografía como una ámbito de la producción artística capaz de desentrañar los misterios del simulacro en detrimento de una fotografía que permanezca como formato documental clásico, es, al tiempo que el más real de los problemas a los que la fotografía ha de enfrentarse, una esperanzadora salida para hacer saltar el actual régimen escópico de la hipervisibilidad.
De esta manera, como dijimos al principio, normal que sean muchos los fotógrafos que partan de maquetas, recreaciones o simples decorados. Y es que solo así, proponiendo la escenografía donde el propio simulacro acontece, puede éste ser representado en su irrepresentabilidad, ser vaciado de su dogmático poder, ser sometido al imperio de un sinsentido siempre otro y diferente, ser experimentado como un extrañamiento ante el que poder aterrarnos sin necesidad de fingir, como de costumbre, estar encantados con este mundo de plastidecor.
James Casebere es uno de estos fotógrafos. Su trabajo consiste en construir escenarios donde luego plasmar imágenes ambiguas, evocativas y misteriosas, donde el despótico poder del simulacro quede hecho añicos al ser desenmascarado en terreno proprio.
En esta ocasión son dos las series de fotografías que propone. Una de ellas, titulada ‘Tunnels’, parte de su estancia en la ciudad de Bolonia, ciudad atravesada por multitud de túneles de diferentes épocas. La otra serie, “Landscape with Houses”, reproducen paisajes de Dutchess County, enclave cercano a Nueva York donde parece estar más vivop que nunca el tan manido y descoyuntado ‘american way of life’.
Ambas series, sin lugar a dudas, nos ofrecen precisamente lo otro de su estudiada representación, el simulacro hiperreal hacia donde sus recreaciones parecen remitir.. Los túneles, inquietantes y claustrofóbicos, nos remiten de inmediato a las ‘Carcieri’ de Piranesi. Si con el italiano la subjetividad caía rendida a un poder, el suyo, que empezaba a comprenderse más como una fantasmagoría que como una instancia puramente racional, ahora de la subjetividad no queda más que un estercolero, una cloaca pestilente de la que mejor desentenderse.



Si los estudios psicoanalíticos de Freud conducían a comprender sus instancias como una personalogía, si con Lacan la psique funcionaba más como una fantasmalogía, siempre a expensas de un vacío fundacional, de un núcleo de lo Real que, en su no querer nunca enfrentarse con él, propiciaba un fantasma como simulacro de la propia subjetividad, ahora ésta no es más que un efecto superficial, una cloaca esquizoide atravesada por flujos maquínicos ante los que ‘simulamos’, en nuestra ajenidad, caer rendidos de satisfacción.
Pero es la segunda serie la que, a nuestro entender, realiza más claramente la labor de desconexión en que hemos cifrado la misión de la fotografía actualmente: hacer que el silencio bienpensante en que todo simulacro parece fagocitarse mediante una serie de instantes que redundan en una nada epistémica y despreocupada, se eleve primero como un leve murmullo y más tarde como un grito atronador experimentado en el sinsentido y en la ajenidad más evidente.
Quizá la obviedad sea aquí más clara, porque, ¿existe algo más trillado que la recurrente crítica a la ideología primera del sistema capitalista? Pero ahora no es que lo intuido se haya hecho obvio, sino que la soflama propagandística se ha convertido en la primera de las mentiras ante las que nadie puede decir que no. Libertad e igualdad, se han convertido, en el simulacro en que el viejo sueño americano se ha trasformado, en ideales urbanizaciones bunkerizadas, en mansiones teledirigidas y controladas, donde nada sucede sin que sea grabado y digitalizado, en pueblecitos donde, detrás de la calma, habita, como en la película “Terciopelo azul” de David Lynch, el crimen y el espanto, la perversión y el sinsentido.
El simulacro opera aquí a nivel socio-político: la ideología del ‘american way of life’ se ha convertido en el mayor de los deseos, en el deseo que opera cualquier otro simulacro: ser rico y vivir en pueblecitos disneylanizados, bunkerizados, alienados en su aburrimiento, donde solo el shopping tiene la capacidad de proponerse como antídoto contra la alienación.
El círculo se ha cerrado y no parece haber salidas: lo que se desea, ante lo que no se pude decir que no, es aquello mismo que nos causaría un displacer absoluta, un terror abismal: ser un excluido en nuestro aparente triunfo. Y es que, cuando la paranoia se ha convertido en instancia preeminente a la hora de producir subjetividades con recargo siempre para el capital, el simulacro opera sin límite y el artificio se convierte en signo de bienestar. Nada por tanto tiene de extraño que sea justo ahora, cuando el ‘american way of life’ no es más que una entelequia del pasado, una proclama tan bien intencionada como mentirosa, cuando éste haya triunfado por completo y, además, a nivel mundial.
Desenmascarar los simulacros en que ha quedado fagocitada la realidad es por tanto la labor que una fotografía, sabedora de la carga utópica que ha de ponerse en juego, ha de llevar a cabo. Que sea mucho o poco, que sus estrategias sean casi nada en comparación con el poder del simulacro, es algo que no nos toca valorar a nosotros: el arte, en el camino propiciado por la específica negatividad de su concepto, ha de vérselas cada vez más con lo imposible de una última posibilidad, con la nada de una última jugada donde todo quede ganado para el sistema. Lo único, y ahí donde el simulacro nunca podrá llegar, es que el arte guarda en su manga el as ganador: es con su muerte, con la fehaciente imposibilidad de cualquier alternativa utópica, cuando el arte habrá triunfado por completo.

martes, 13 de julio de 2010

LA PROFUNDIDAD DE LA PIEL


RUGGERO ROSFER/SUN SHAOKUN: 'BUREAUCRATIC BEAUTY'
ARANAPOVEDA GALERÍA: hasta 25/07/10
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20670/Ruggero-Rosfer-y-Shaokun-en-la-Galeria-AranaPoveda)

Deleuze, en su Lógica del sentido, no paraba de repetirlo: ‘lo mas profundo es la piel’. Y es que todo acontecimiento se da a nivel de superficie: constituirse como ‘yo’ no es otra cosa que elevarse desde las profundidades del auto-erotismo a la superficie a la que remite el enlace fálico. Y, en todo este proceso de elevación, la imagen, siempre la imagen: ahí donde proyectar una intencionalidad primero narcisista y más tarde castrada y angustiada por la herida edípica.
Pero si imagen es toda acción que se desarrolla en la superficie y que puede aparecer en ella, es obvio que todo sistema económico-social se basa en lo mismo: producir ‘escenas’ donde la herida narcisista en que toda subjetividad queda anclada halle satisfacción inmediata. Es decir, dar el cambiazo de un fantasma por otro, de uno como huella inequívoca de la incompletitud a que remite un yo fragmentado en sus heridas y complejos, por otro donde toda energía quede cargada con beneficios siempre al sistema. Producir imágenes, esa y no otra es la verdadera labor de cualquier sistema. Cuanto más fuerte sea el fantasma, cuanto más fuerte sean las imágenes que llenan la sutura imposible que provoca la angustia del Edipo, más fuerte será el sistema. A este respecto, tanto el sistema comunista como el capitalista se han erigido en los dos grandes relatos que han abastecido de imágenes a la humanidad durante casi dos siglos.
Ruggero Rosfer (Milán, 1969) y Sun Shaokun (Beijing, 1980), en la exposición que puede verse hasta el día 25 de Julio en la Galería AranaPoveda, investigan las contradicciones en que se halla la imaginería comunista en China al estar siendo, poco a poco, barrida por el gran relato de nuestro tiempo: la globalización.



Si la integración psicoanalítica del yo se da a nivel de superficie, Sun Shaokun experimenta en sus propias carnes la invasión de una identidad, rural y comunista como es la suya, a manos de un capital que irrumpe con una fuerza tan destructora como seductora. Su investigación es simple pero contundente: sobre retratos fotográficos realizados por Rosfer, la propia Shaukon graba usando técnicas chinas de grabado y dibujo, trabajando siempre en miniatura, lo que vendría a ser una vestimenta ornamental.
Comprendiendo siempre cada obra como grupos de tres fotografías, el resultado se torna como una incisión profunda en la propia superficie de la maquinaria comunista y en su capacidad para generar imágenes abarcadoras, al tiempo que una mueca cínica a la seducción propia del capital. Tocada con el gorro del ejército comunista, simulando ser una conejita playboy, o posando como las modelos de esos viejos grabados de la moda oriental en los años veinte, el resultado es el mismo. Si por una parte hay una denuncia a los clichés ya decadentes de la simbología china, por otra se expone la duda de si realmente el aliento de modernidad no está logrando una tensión insoportable para unas identidades que, se quiera o no, llevan grabadas a fuego en su piel una imagen formada durante decenios.
Y es que a duras penas se soporta el tufo hediondo que desprende la maquinaria actual del capital y su candidez a la hora de ofrecerse como remedio para todos los males. Si ya de por sí, en Occidente, apelaciones a la libertad individual y a la democracia plebiscitaria que `disfrutamos’ está con una cuota de popularidad más bien escasa, transponerla a otras sociedades basándose en el consabido ‘progreso’ y ‘bienestar’, no consigue sino exponer más claramente todas las contradicciones de una razón que ni siquiera puede atarse en corto ahí donde vio la luz.



Así las cosas, la ciudadanía china se muestra como desubicada, al socaire de unos vientos que lo desmenuzan tanto moral como culturalmente. A este respecto, la cuarta de las series es demoledora: ahora Shaokun realiza sobre su propio retrato, esta vez casi embalsamado por una máscara de escayola, el ejercicio de denunciar la falta de identidad a que ha llevado el mito de la globalización en una sociedad como la china. Despellejándose a tiras, cortando esa máscara con incisiones que ahora de forma brutal simulan un barrenado en la misma carne, Shoukun expone sin concesiones lo que es el actual sueño chino: ser borrado, transfigurado, metamorfoseado según los cánones de belleza occidentales. La parodia llega aquí a su punto más alto: la candidez de un sueño libertario transformado en pesadilla esquizoide. Y es que, si el esquizoide es aquel que ya no puede reconocerse, el gran relato mistizoide de la globalización ha conseguido lo que parecía imposible: que, tanto a un lado como a otro, sea la esquizofrenia aquello que instaura el orden iconográfico y que disponga para ello de todo un campo intensivo a nivel de superficie corporal. Ahora, ya por fin, nadie se reconoce en sus propios deseos.
Para concluir, nada como volver al principio. Deleuze se refiere a que “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes”; no por nada, sino porque es ahí donde la fluidez libidinal, la maquinaria productora de imágenes encuentra mejor sustento y mejor agarre para ejercer su poder maquínico. Pero también donde la irrupción de unn maquinaria nueva, tiene más visos de prosperar.
Por tanto, atrevernos a saber que todo sucede en la frontera, así como a dar expresión a nuestros deseos mediante la producción de un inconsciente que redunde siempre en nuevas imágenes en la superficie, es la salida para al menos intuir la radical posibilidad de una utopía, un tiempo donde sean otras los discursos que consiguen subir a la superficie y otras, por tanto, las imágenes que llevemos laceradas en nuestra piel.

viernes, 9 de julio de 2010

TÁCTICA Y PODER: EL SILENCIO COMO FANTASMA

FERNANDO SÁNCHEZ CASTILLO: ‘EPISODIOS NACIONALES. TÁCTICA’
CÍRCULO DE BELLAS ARTES: 09/06/10-25/08/10
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=372)

Asentado en la validez que le otorga una Historia que ha renunciado a cualquier carga utópica, el poder ha sabido perfeccionarse hasta el punto de crear la coartada ideal con la que enmascarar su consustancial fracaso. Este poder, fantasmal y despótico, ha sabido hacer del terror pathos general para unas sociedades que se resuelven entre la falta de futuro y la utilización del pasado siempre a manos de ese mismo poder. Así, el silencio y el olvido forman parte del enmascaramiento al que todo trauma ideológico remite. Fernando Sánchez Castillo da en esta exposición una vuelta de tuerca más a lo que es la línea argumental de su trabajo: rastrear las sedimentaciones y restos franquistas que pueden aún palparse en la sociedad española actual. Con ello, al tiempo que se denuncia los largos hilos que la anterior instancia de poder ha operado en la sociedad, se pone el acento en la naturaleza de la actual ideología democrática.

En esta carrera frenética en que ha encallado la razón y que parece fagocitarse en una retahíla de conceptos que remiten siempre a un acabamiento definitivo asumido siempre por el prefijo post-, el hacer remitir la postmodernidad a una ideología de la posthistoria es lugar bien conocido por la crítica actual. Tanto es así que, en el decir de Albrecht Wellmer, “el pathos del olvido ocupa el lugar del pathos de la crítica”. Y es que, en un mundo sin Historia, quizá tenga razón Miguel Cereceda al dejar intuir que “acaso entonces haya que hacer un arte no ya más para recordar, sino tal vez para olvidar: un arte venidero como alegoría del olvido”
Y todo porque la maquinaria del capital ha sabido bien desde un principio cual debía de ser la estrategia. Haciendo que el relato ideológico actual de lo postmoderno y su colosal proceso de perdida de sentido subsuma a la propia Historia, se consigue que ésta quede como un guiñapo, como una nadería cosificada y sometida a las inclemencias de cualquier adiestrador de masas. Y, con ello, lo que parecía imposible: que el simulacro llegue incluso a barrenar la densidad escatológica con que la razón ilustrada se armó desde un primer momento. Porque si en Kant la pregunta acerca de qué es la Ilustración, pregunta que puede considerarse como el acta de nacimiento de la propia razón ilustrada, supo ver en lo que hoy llamaríamos la traducción del mesianismo escatológico al concepto laico de progreso el arsenal conceptual al que acudir en busca de contenido semántico para sus intuiciones siempre apriorísticas, si en Max Weber ya no quedaba de aquel primer empujón ‘progresista’ más que sociedades sobreburocratizadas, altamente racionalizadas, a lo que asistimos hoy es a una parodia de ese mismo momento mesiánico merced a la inmediata satisfacción de todos los deseos en un presente que trabaja a escala global y a velocidad límite. Así, en este punto, utopía y distopía se dan la mano en comunión perfecta. El ‘cinismo’ de Baudrillard supo verlo hace ya tiempo: “el futuro ya ha llegado, todo ha llegado ya, todo está ya ahí… creo que no tenemos que esperar ni la realización de una utopía revolucionaria ni una catástrofe atómica. Ya no hay nada que esperar”.
En este ‘estar ya aquí’, en un tiempo siempre presente, habiendo saltado por encima del anhelado cumplimiento utópico en que se basaba todo concepto moderno de Historia, encuentra la economía libidinal del signo-mercancía el lugar abonado para su insuperable triunfo. Así entonces, si todo concepto utópico ha quedado devastado por el propio poder de una razón autorreflexiva hasta la extenuación de sus propios delirios, normal que arte y filosofía convengan en una regresión en busca de aquello que quedó silenciado. De ahí que buena parte del arte contemporáneo indague en procesos de regresión donde ir a buscar aquello que quedó olvidado en el original proyecto emancipatorio que parecía estar destinado al hombre.

Sin embargo, no se trataría, o al menos no ha de tratarse, de seguir la herencia de Adorno y Horkheimer en su “Dialéctica de la Ilustración” de intentar ‘ilustrar a la ilustración’ sino de, más en la línea del Adorno de la “Teoría estética”, pedirle al arte que cargue con toda la esperanza en la reconciliación, con los propios pecados de una razón que ha resultado tan falsa como mediocre. “Al final, el arte es apariencia por ser incapaz de escapar a la sugestión de un sentido en medio de lo insensato”: en este alegato a favor de un postrero intento de ‘salvar las apariencias’ resume Adorno todo el caudal de un arte que debe de producir sentido a la vez que negarlo, que debe, en medio del desconsuelo que produce el sabernos adheridos a una Historia ya finiquitada desde su principio, operar la apariencia estética de redención.
Mucho, por tanto, ha de pedírsele al arte, porque mucho es el dolor causado por una razón que ha hecho dejación de sus principios y que se ha instalado en el simulacro de una felicidad, casi eugenésica, de telerealidad asistida. El arte “ha tomado sobre sí toda la oscuridad y toda la culpa del mundo”, dicta una de las sentencias más escalofriantes que se haya podido escribir sobre arte. Y es que, cuando todos somos víctimas de un mundo que ha implosionado como inoperante en su capacidad de comprensión de sentido, el arte no ha de capitular ante nada.
Fernando Sánchez Castillo lleva ya un tiempo sirviéndose del arte para reabrir posibles sentidos en una Historia que parece sepultada por toneladas de silencio y olvido. Para él el arte no es lo otro de la razón, no es el camino olvidado por donde ensayar una bucólica regresión hasta las fuentes de la verdad y el sentido, sino que es el medio para comprender un presente que se nos escapa de las manos a cada paso y que cabe comprenderse como viciado . Él, en vez de apostar por un arte como resto de locura mítica al abrigo de todavía los últimos rescoldos de la teoría del genio, en vez de dejarse seducir por una inocente capacidad de generar discursos a partir de experiencias regresivas, prefiere sacar el punzón cortante de quien disecciona un presente que siempre hay que comprenderlo como hecho a medida de diferente formaciones discursivas de poder. Para él, por tanto, el arte sigue siendo el lugar de pensar lo impensado y de hacer surgir lo impensable.
Por de pronto, las conclusiones que pueden sacarse de la obra y de su proceso de puesta en marcha es que Historia y Arte, así con mayúsculas, siguen siendo dos ámbitos que despiertan el mayor de los recelos. Que la Historia es eso precisamente que queda como detritus para usar y tirar en caso de necesidad, es algo que se sabe no solo con saberse al dedillo la retahíla de finales con que ha sido sepultada la Historia y que ya más arriba hemos apuntado, sino que basta con estar mínimamente puesto al día para darse cuenta de hasta que punto la Historia ah devenido cosificación absoluta, fetiche con el que intercambiar cotas de poder inimaginables por cualquier otra estrategia. Pero que eso llamado Arte, ese despropósito de calamidades confabuladas las más de las veces con la espectacularización y la transbanalidad de una época que hace sorna de su adoración a lo antiestético, siga provocando en las más altas instituciones un leve cosquilleo de preocupación, es algo que nos provoca cierto nerviosismo no sabemos si de alegría o terror. Aunque lo cierto, una vez más, es que el sistema siempre sabe más de lo que nos quiere hacer creer: que la obra de arte como patrimonio cultural neutro ha dejado de existir hace ya tiempo es algo que cualquier artista, cualquier crítica institucional bien fundada debería asumir casi como axioma fundacional.



Ambos, Arte e Historia, vienen a confabularse en un presente que, pese a lo siesteante del panorama intelectual, hace emerger una conclusión casi difícil de creer: “aún tenemos un grave problema con nuestra historia: no sabemos qué hacer con ella”, concluye el propio artista. Conclusión ésta que, a nuestro entender, quedaría minusvalorada si se comprendiese como un alegato a favor de la victimología como deporte nacional y no hacer de ella un punto desde donde empezar a reflexionar la relación que aquí nos parece importante: la que cabe desprenderse de unas sociedades desprovistas de futuro pero que creen hallar en el pasado la carga pulsional necesaria para dotar de sentido una ideología enmascaradora como siempre del mayor de los terrores, el de la imposibilidad absoluta para abrigar cualquier posibilidad de futuro.
Porque sería demasiado fácil ver en la obra artística de Sánchez Castillo un continuismo con la siempre inoperante actividad política española, que tan pronto como puede hace saltar el nombre de Franco a la arena política para, desde la cutrez conceptual que raya en el político medio, lanzarse los unos a los otros la suficiente mierda con la que poder arengar a sus seguidores.
La labor suya es más bien otra diferente y que no cabe cifrar en la mediocridad de un tomar partido por alguna de las bandas de compadreo y que tan bien llevan a cabo el arte del medrar. Sánchez Castillo toma la figura de Franco como punto de partida desde donde empezar ha comprender la actual situación socio-política española, no en aras de arribar ningún estandarte, sino con el propósito de poner sobre el tapete las complejas estructuras por las que cualquier formación de poder se cuela. Así, la puesta en limpio de un revisionismo artístico ha de llevarnos a realizar una especie de arqueología del poder a nivel local, a volver a hacer presentes las representaciones de un poder que, pese a su acabamiento hace ya mas de treinta años, sigue llenando grandes espacios públicos.
Porque, si como hemos dicho al principio, el arte se ve en la necesidad las más de la veces de llevar su tarea de regresión hasta algún punto neutro desde donde poder comenzar a re-construir y re-presentar el olvido manifiesto de una razón fragmentada y de un poder que ha resultado despótico justo ahí donde parecía haber sido liberado, Sánchez Castillo prefiere hacer pie en la larga figura de Franco para desde ahí redefinir los miedos, los olvidos y tabúes de una sociedad que aún hoy sigue teniendo en el dictador el núcleo duro de su trauma ideológico.
Así, la labor de Sánchez Castillo parece seguir al dictado una de las sentencias de Marcuse: “el pasado redescubierto proporciona niveles críticos que han sido convertidos en tabúes por el presente”. Redescubrir las causas, representar (en el sentido de volver a presentar) la imaginería del poder, redescribir las líneas de tensión de una praxeología que entiende el poder como una instancia siempre en continuo perfeccionamiento , es el mejor método para sacar a la luz las sedimentaciones que en forma de olvidos y silencios, conforman los tabúes del presente.
Y es que, en esto como en todo, no hay más ciego que el que no quiere ver: “este trabajo es una crítica al estado de la democracia en España”, dijo el propio artista. Porque, el problema, el problema que pueda tener una sociedad con su propia Historia, el problema de no dejar a unos ciegos tocar unos monumentos, el problema de silenciar y hacer del olvido una presencia siempre fantasmal y traumática, son todos ellos problemas que se dan en el aquí y ahora mas inminente para un poder, el que emana de una democracia siempre deficitaria y robotizada en sus instituciones.




Así las cosas, el redescubrimiento del pasado llevado a cabo por Sánchez Castillo nos pone sobre la pista del terrorífico ejercicio del poder ‘democrático’ actual. Y es que, la ideología postmoderna ha elegido bien qué situar en el centro de sus pretensiones. Franco, el fantasma siempre ausente de Franco que, en su ausencia, no hace sino señalar la presencia de su propio olvido, realiza en la actual sociedad la labor conformadora de la ideología de base para una sociedad, la española, que poco o nada sabe que todo olvido supone la presencia contante del mayor de los traumas, la del cara a cara con lo Real.
Y es que, si seguimos las acertadas intuiciones de Zizek con referencia a la ideología, Franco es para la sociedad española lo Real sobre el que mediar la distancia ideológica precisa. Es sobre la figura de Franco sobre lo que la ideología regula la distancia precisa para hacer evitable el trauma que supondría exponerse a su encuentro, al tiempo que se hace necesario para erigirlo en obstáculo histórico necesario. Toda ideología en su misión de evitar y sostener el posible encuentro, necesita de un fantasma Real, labor que la sociedad española hace redundar en la figura de Franco: Franco, en su olvido siempre recordado, es el posible-imposible sobre el que regular una distancia ideológica con el trauma que supondría todo encuentro con él.
De ahí que sea inasible, que un busto suyo girando a gran velocidad sea la obra que nos reciba al ir a ver el vídeo central de la exposición; de ahí también que a unos ciegos no se les permita tocar lo que, como alegorías fantasmales del olvido, vendrían a ser los monumentos franquistas; y de ahí también, si se quiere, que pedir el acta de defunción de Francisco Franco, sea una injerencia inapropiada para un poder, el actual, que tiene en la figura de Franco a su gran otro, a su fantasma preferido. Dejarse atrapar, dejarse tocar, o certificar su muerte, sería para el poder democrático actual tanto como vérselas cara a cara con lo imposible de su realidad, con lo noúmeno-terrorífico que forma el núcleo de su impropiedad: sin mediar la distancia con el propio fantasma de Franco, el poder actual descubriría que no es más que una sombra, un discurso hueco y despótico que trabaja silenciando sus propios fracasos, una rémora ilustrada que ni de lejos se cree sus propias mentiras.