miércoles, 17 de diciembre de 2014

JEAN-LUC GODARD: ADIÓS AL LENGUAJE, IMAGINAR EL LENGUAJE


                                  "Commençons par le commencement, les indiens apaches, la tribu des Chiwawas, ils appellent le monde la forêt".

Si digo: “una mujer casada y un hombre soltero se encuentran”. Y si añado: tal es el argumento de una película. Si lo hago, de hacerlo, nuestras cabezas, infestadas de estructuras narratológicas al uso, no tardan ni un suspiro en adentrarse en una posible trama, encontrar puntos de agarre, de desarrollo, de idas y venidas desde donde poder decir: he aquí la historia, lo que la película cuenta.
Pero lo fundamental es lo que sigue: en toda la anterior parrafada nada hay que tenga relación alguna con el cine. No, ninguna. Porque como dice Godard en la entrevista que dio a los medios con ocasión del estreno de su última película, “la gente dice ‘el cine’, pero en realidad quiere decir ‘las películas’. El cine es otra cosa”.
Y es que concretemos: el cine no es el pasar a limpio de un texto que hace las veces de guion. El cine es captar el vínculo invisible que se da entre palabra e imagen y cuyo aparecer solo se da a través de esta última. El cine encarna una unión sináptica entre la palabra y la mirada, entre lo que se puede decir y lo que se puede ver. El cine es, solo de este modo, dispositivo de conquista, técnica disensual respecto las sensibilidades que se mueven por el entramado social. El cine es, como poco, un arma terrorista. “Desde hace tiempo sé que hay un solo lugar donde se puede cambiar las cosas: en la forma de hacer películas, o sea, en el cine”, dice el director en la misma entrevista.

G-O-D-A-R-D
Pero, como a nadie escapa, el cine fue traicionado por el propio cine, primero abortando sus posibilidades disquisitivas en favor de una digresión más lineal, y después volcando lo que pudiera aún quedar de reflexión cinematográfica en estrategias apellidadas por alguien (pues siempre hay alguien que tiene la idea) como “arte”. Y aclaro: que alguien diga “esto es arte” es ya una provocación ideológica de dimensiones colosales: es suponer que esto merece un embalsamado, un ser comprendido desde el púlpito de ya, antes de cualquier otra cosa, su ser-“arte”. Me estoy refiriendo a que el videoarte, el arte conceptual, han conquistado para sí todo el potencialidad de la técnica cinematográfica. El resultado de por sí no es que haya sido ni muchos menos malo: pero sí que es lícito denunciar que el arte tiene sus propias estrategias y que muchos de sus esfuerzos avanzan en la línea de pensarse y repensarse así mismo hasta casi al náusea, con lo que el cine suele ser una medio para ello más que un fin en sí mismo.   
La frase hecha aquella de que “siempre nos quedará Godard”, el seguir llamando “provocador” a un anciano de 83 años, alude a esta situación afásica y claustrofóbica del cine: entre ser un meapilas hollywoodense o un diletante artístico, al cine no le queda donde ser llamado por su nombre. Solo Godard se atreve a llamar cine al cine justo donde su nombre ha quedado por completo prohibido.
Pero avancemos. Se señala, casi con una sorpresa que solo señala lo indocumentado de algunos juntapalabras, la falta de sentido lógico de su cine, como si eso fuese una extravagancia de aquel a quien, como a un niño mimado, se le permite todo. Pero sin embargo, y gracias a esa ausencia de lógica narrativa que esta película capta la vida más y mejor que cualquier otra intentona de carácter clasicoide. Porque esa falta de lógica que se aduce en la película es la misma que existe en la vida: la misma vibración asintótica, la misma coagulación de acontecimientos sin desarrollo alguno, la misma refracción sinodial en pos de algo que pueda tener los arrestos de ser llamado “vida”.


Y es que nuestras vidas han devenido azares consuetudinarios que acontecen en la pantalla-mundo y, lo curioso, es que nadie parece haberse dado cuenta. Porque si no, ¿de qué esta salutación a l’enfant terrible de la cinematografía gala?, ¿de qué venir otra vez –la enésima– con que Godard hace un cine muy peculiar? Muy sencillo: porque el cine, piensan, está para otra cosa. Para distraernos, para como si de juglares se tratase, contarnos una historia con que pasar el mal rato que supone tener que lidiar con nuestra diaria existencia de pringao.
Es en este sentido que el título de “Adiós al lenguaje” es poco menos que una declaración de intenciones: JLG se ha visto llamado a hacer esta película justo cuando el cine más tendría que decirnos pero menos (vista la enjundia que suele destilar la cartelera) es capaz de hacerlo. Adiós al lenguaje, decimos, cuando la realidad ha sido fagocitada en una infinidad de imágenes instantáneas que refulgen en nuestras pantallas; adiós al lenguaje cuando nuestra lógica comunicacional está regida por la memez del emoticono y la inmanencia absoluta de una visualidad total; adiós al lenguaje cuando nuestras relaciones, idas y venidas, nuestros regímenes de saberes y competencias, no pueden ya quedar enclaustrados en representación alguna sino que todo es ya modular, rizomático e hiperfluido; adiós al lenguaje cuando la realidad no se abre en el decir de ningún discurso sino que es un dispositivo de implementación que se abre a la instantaneidad de la siguiente imagen.
Pero todas estas buenas intenciones, ¿cómo se concretizan en el cine de Godard? El director franco-suizo maneja, a nuestro decir, una teoría cinematográfica muy simple: una imagen como poco muestra, aunque lo suyo es que siempre señale y que nunca enseñe. Y de propina un axioma: documental y ficción, c’est la meme chose!! Dicho lo cual, la clave está en el aparecer de eso que antes hemos señalado como el núcleo de la cinematografía: el vínculo invisible que se da entre palabra e imagen. Es decir, la liaison entre imagen y texto pero que no es ni imagen ni texto; el exceso de invisibilidad con que toda imagen carga; el reverberar de la emoción que hace que cada momento dure más que un instante. Es por ello que el cine godardiano suele moverse en triadas más que en duplas, de modo que la imagen nunca se cierra en su propia dicotomía (lo que supondría un ‘enseñar’) sino que se abre a un vínculo que nunca está presente (es decir, señala hacia donde ir pero sin llegar a ir nunca).


            Por ejemplo en esta película, para todo lo que quiere decir Godard, para referirse a la incomunicación y alienación entre el hombre y la mujer pero sin llegar a decirlo, emerge la figura del protagonista principal: el perro, Roxy. En la mirada de este perro se reconcentra todo lo que el ser humano no “sabe” ver; el animal, en su inocencia, tiene una relación más directa con la naturaleza, con lo que le rodea…con la vida. El perro, su mirada, actúa como contraplano entre los dos títulos con que, a modo de bucle, sitúa Godard cada episodio: naturaleza y metáfora.
Y es que si hay que decir “adiós al lenguaje” es porque nuestras metáforas, nuestras estrategias de acercamiento, simbolización y comprensión han quedado anuladas. Nuestra ceguera, nuestro régimen escópico afanado en conquistar más que en mediar una lícita relación hace que ya, por mucho que veamos, no haya nada que ver. Godard nos hace un recorrido por nuestras decaídas metáforas, por esa política ninguneante que nos gastamos, por nuestras catástrofes y genocidios. Está Hitler, el Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, el Frankenstein de Mary Shelley, denuncias de esta democracia fantasmática en la que anidamos, el recuerdo del año 1933 como el inicio de nuestra civilización (ahí cuando se inventó la televisión y, al tiempo, Hitler fue elegido democráticamente).   


Así, la película pudiera destilar una endémica negatividad pero que acaba con un canto vital, con una explosión de esperanza. El perro, en la naturaleza, y una sola máxima: el perro es el único ser vivo que es capaz de amarte más que el amor que tiene por sí mismo. Y quien dice amar, dice respetar al otro: “el filósofo es aquel que se deja inquietar por la figura del otro”, se dice en un momento de la película.
Pero para amar al otro –y esto es lo que creo quiere decirnos Godard– es necesario crear un nuevo lenguaje, una nueva metáfora para el otro (un nuevo, por ejemplo y como se dice al comienzo de la película, concepto de África). Es decir, un nuevo emerger del mundo, la imposible posibilidad de un nuevo imaginar. "Todos aquellos que no tienen imaginación se refugian en la realidad": se trata, en suma, de lo que trata todo verdadero ejercicio revolucionario, de imaginar de nuevo. Para eso, en definitiva, está el cine: para decir adiós al lenguaje e imaginar otro.

Quizá haya que volver al comienzo y llamar al mundo simplemente “bosque”, como lo Chiwawas. Y dejar, todo lo demás, a la imaginación.

viernes, 12 de diciembre de 2014

FRANÇOISE VANNERAUD: ENTRE EL PAISAJE Y EL TERRITORIO. PASAJES DE LA MIRADA


FRANÇOISE VANNERAUD: INSIGHTS OF PASSAGE
GALERÍA PONCE+ROBLES: 15/11/14-16/01/15

                Hasta el día 16 de enero puede verse en la galería Ponce+Robles la individual de una de las jóvenes artistas con mayor presente y futuro del panorama artístico madrileño: Françoise Vanneraud. Asumiendo el dibujo como práctica nuclear, la artista de origen francés construye un discurso absolutamente maduro y centrado en torno a un mirar –y sobre todo a un ‘pasar a través’– capaz de traslucir las mecánicas ideológicas implicadas en hacer de todo paisaje un territorio.
 
Aunque no es nuestra estrategia preferida, la ocasión merece ir directos al asunto. Y es que creo no mentir al decir que son pocas las ocasiones en que la madurez artística se muestra de forma tan radical como en esta exposición de Françoise Vanneraud (Nantes, 1984) en la galería Ponce+Robles de Madrid. No sabemos si hasta el límite de proponer un antes y un después en referencia a esta exposición, pero lo que sí que es cierto es que todos los engranajes que ya habíamos comprobados funcionaban en el conjunto de su obra, asoman ahora brillando con asombrosa madurez.  
Si desde luego a Vanneraud no la creíamos ni lo más mínimo al asegurarnos que era dibujante, es después de esta muestra que hacerse pasar por dibujante –así a secas sin apellido alguno– no puede ser sino una trola y además de las grandes. Y es que pensamos que ese núcleo socio-político que hasta ahora era obvio y patente pero que quedaba siempre o bien demasiado oculto o bien demasiado a la vista, es ahora subrayado con esa brutal sutileza solo permitida a unos pocos, aquellos que han progresado en su técnica, que se han empeñado en repetirse una y otra vez ensayando novedosas formas de decir lo mismo. Porque, no nos engañemos: el arte, dependiendo todo su potencial del modo en que se diga, tiene bien poquitas cosas que decir. Es decir, no hay novedad y diferencia que no se haya ya, de alguna manera, dicho. Quizá todo dependa de, como señala Juan Francisco Rueda en la hoja de sala, de la palabra tensión.


Para decirlo más claro: si Vanneraud dice ser dibujante como una mera excusa para empezar a hacer –pues por alguna parte y de algún modo hay siempre que empezar–, ese universo crítico-expansivo que anima sus dibujos queda organizado ya de manera magistral alrededor de tal práctica. Todo remite, en esa tensión a la que hemos aludido, alrededor de unos dibujos que obturan de manera ya muy precisa entre lo que son y lo que no son, entre lo que apuntan y lo que silencian: es decir, entre el paisaje y el territorio. Porque este es, sin ningún género de dudas, la matriz explicativa de toda la práctica artista de Françoise: señalar al paisaje cuando lo que está dibujando es un territorio y, viceversa, mostrarnos el territorio cuando lo que se ve es un paisaje.
Así, lo suyo es un verdadero “pasaje” a través del dibujo para descubrir como nada es lo que parece: ni paisaje ni territorio, sino una extraña simbiosis que fluctúa entre lo social, lo político y lo antropológico, y cuyo resultado solo puede ser uno: la tragedia y la barbarie. Si su dibujo se trasviste con asiduidad hasta el límite de parecer otra cosa, no es por mero capricho accidental de la artista, sino por la puesta en claro de una ejecución que siempre necesita exceder los cortos resortes del encajonamiento que parecen desear las disciplinas estéticas.
La pieza central de la muestra (Travesía) no es sino un claro ejemplo de este buen hacer de la artista francesa que tratamos de subrayar. Así, si la expansión que sufre el dibujo y su conversión en instalación no es un simple “salirse del marco” es porque solo así, saltándose los cánones perceptivos del dibujo, puede, como en este magistral ejemplo, presentar todo aquello que un dibujo es incapaz de hacer: es decir, mostrarnos el infrafino donde paisaje y territorio se comunican. Vanneraud dibuja algo a medio camino entre el paisaje y el territorio pero que solo nosotros, “pasando” a través de él, pisando y chascando esos azulejos, somos capaces de hacer ver la diferencia. Ya no es una simple cuestión de interacción boba, no es cuestión de completar la obra como quien pulsa un botón y el mecanismo se pone en marcha. Es mucho más que eso: es que nuestro “pasar a través” nos pone en conocimiento con determinadas realidades que todo paisaje, en su ilustrado ser pintoresco, oculta.


Nuestras pisadas entonces no hacen que los azulejos simplemente se partan: nuestras pisadas son la huella repetida de un pasar que nunca es inocente, que siempre trata de apoderarse de lo que ve, que siempre intenta –en definitiva– convertirlo en territorio y conquistarlo. Nuestras pisadas, podríamos decir, hacen que salgan chispas, unas chispas que irán construyendo a lo largo de los días que dura la exposición un territorio metafórico capaz de revelar como esa idealidad candorosa que llamamos paisaje simplemente no existe, que es una simple manera de mirar alrededor.
Pero de entre todas las causas y efectos que se entrelazan a la hora de esa conversión –casi transfiguración– del paisaje en territorio, a Vanneraud le interesa sobre todo un aspecto: el que remite a la inmigración. Y es que en la inmigración se condensa toda la red de significados ocultos con que todo territorio carga. En el fenómeno (y sobre todo en la tragedia) de la inmigración, ese infrafino al que antes hemos aludido salta por los aires haciendo inviable toda posible mediación. La inmigración acentúa el carácter de antagonismo con que la ideología cubre ciertos ámbitos para diferenciar la interioridad de la exterioridad, el adentro del afuera. La inmigración, en definitiva, hace patente que siempre habrá alguien para quien el paisaje solo será eso, paisaje, y que siempre habrá otro para quien el paisaje solo puede ser territorio.
Piezas del potencial de Terre de départ o de Spiaggia dei conigli dan cuenta de esta honda preocupación de la artista por el fenómeno de la inmigración. En la primera obra diferentes fotografías de los Pirineos van simulando un camino que, en su no coincidencia, en el pegado defectuoso con el que crea una falsa continuidad, borra paulatinamente la belleza del paisaje para sacar a la luz una experimentación traumática: la del posarse de una mirada –la del espectador– que en el recorrer ese camino sinuoso, en el trompe-l'œil que supone cada falsa sutura, hace emerger la infinidad de tragedias que han acontecido en esos parajes tratando de, tanto en un sentido como en otro, pasar del otro lado.


La segunda pieza da cuenta de otra frontera, de otro invisible procedimiento socio-político de reconversión del paisaje en territorio. En este caso el paraje es la playa de Lampedusa: una playa de gran belleza que ahora solo puede aparecer a nuestra memoria como el lugar de una tragedia constante. Quizá aquí la historia nos duela un poco más: porque si la frontera hispano-francesa ya no es (afortunadamente) lo que era, Lampedusa sí que nos apela directamente. Es esa emotiva cercanía la que Vanneraud utiliza: porque, por mucha tragedia que sea, por mucho espacio político que se construya, ¿queremos mirar o no queremos?, ¿queremos responsabilizarnos de esos otros que habitan el otro lado de la frontera, o es simple incómoda estadística? Es decir, ¿queremos ver que quizá seamos nosotros quienes más ocupados estamos en seguir esa mecánica de la razón implicada en separar y proponer fronteras? Porque no seamos ilusos: continuar cómodamente indignados nos permite más o menos mantener una mirada “estética”, limpia, bella, placentera: seguir habitando el paisaje y no, como otros, anhelar el territorio.
Y lo incómodo de esta pregunta es, precisamente, la que nos lanza la obra en cuestión. Un ventilador levanta al azar algunas de los folios con los que Vanneraud ha dibujado el perfil de la playa. Y, otra vez, la mirada, la nuestra, que “pasa” otra vez a través del paisaje para darnos a ver lo que no queremos ver, lo que deseamos permanezca oculto: la cifra de muertos que han arribado a sus costas en el intento de, como en los Pirineos, pasar del otro lado. Es decir: la obra, el paisaje que representa, deviene ante nuestros ojos, en un instante, territorio.
Todo redunda en esa mirada, en la epifenomenología de tal mirada: ¿qué miramos, cómo miramos, que deseamos al mirar? O, y por mucho que nos empeñemos: ¿por qué nuestra mirada nunca se contenta con el paisaje y se empeña en afirmarlo, asegurárselo para sí en una mirada que lo trasmuta en territorio? Si el trabajo de Vanneraud puede calibrarse de sublime es justo por ser capaz de plantear estas preguntas: porque a través de una práctica del dibujo que en absoluto es simple dibujo, a través de provocarnos para que pasemos a través de sus “dibujos”, nos topamos con ese límite donde la mirada desbarra, donde la mirada termina por saber lo que calla: que necesita un límite, un lugar seguro desde donde seguir llamando paisaje a esos idílicos lugares tan queridos a la nuestra mirada.  

ÁNGELA DE LA CRUZ: ACCIÓN, REACCIÓN… DESTRUCCIÓN



ÁNGELA DE LA CRUZ: TRASPASO
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 06/11/14-03/01/15

Al arte siempre se le ha recubierto con una fina pátina de glamour dorado. Cada hecho, cada logro, es casi al instante mimetizado dentro de una gran tradición que encapsula cada práctica y cada estrategia ofreciéndolo al gran público (porque el público del arte, aunque sea poco, siempre es grande) ya digerido y listo para consumir dentro de unos parámetros ya cercanos a lo mítico. Así, la historia del arte es un ejercicio de sedimentación y decantación donde las ideas quedan encarnadas en objetos donde la labor fetichista es poco menos que fundamental. 
Sabedora de esta capacidad aurática del arte, la obra de Ángela de la Cruz se empeña una y otra vez en tirar de la cuerda hasta el punto mismo en que todo el espectro artístico queda desajustado. Es así que su estrategia es insertarse en el reciente devenir aurático del arte –aún y sobre todo, precisamente, después de la eliminación de su aura– para ofrecernos una versión transversal de los hechos, una moviola de lo ocurrido donde la praxis queda retorcida hasta volverse irreconocible. Coser y recoser una historia del arte muy de manual, muy de saberse al dedillo quien es quien y el porqué de cada qué: esa es la labor de una artista que insufla casi demiúrgicamente aire vital a una práctica artística siempre demasiado preocupada en enseñarnos pomposamente sus logros.
Siendo el minimalismo su lenguaje de cabecera, no puede decirse en ningún caso que lo use como si de una influencia se tratase: de la Cruz más bien lo recicla para forzar las cosas hasta el límite de su destrucción. Y es que lo que le interesa es el momento donde las cosas apuntan a su poder ser otra cosa. Y, entre ellas, nada más interesante que el momento donde el arte se retuerce para señalar al lugar donde todo puede ser desbaratado, echado a perder: la vida. Porque es ahí, justo en su epicentro, donde es posible trasmutar al arte haciéndole acercarse peligrosamente al abismo donde el arte muda para siempre sus ropajes.


Así, bien puede decirse que el gran tema –y el único– en la obra de la artista coruñesa es la vida, ese angosto sustrato de donde el arte recoge todas su potencialidades pero que no tarda ni un suspiro en traicionarlas para, eso sí, ofrecernos sus grandes dotes de camuflaje. La vida, decimos, para que la obra quede inundada por ella: Ángela de la Cruz abre la obra para que entre aire, para que el quietismo espectral que reduce la pieza a “arte” adquiera movimiento. Entre la pintura y la escultura, entre lo acabado y lo inacabado, entre la construcción y la destrucción: las obras de nuestra artista recorren un camino mucho más amplio que el que el reduccionismo artístico le tiene convencionalmente adscrito.
La mentira del arte es que no funciona estirando sus límites sino rompiéndolos, obligándole a reinterpretarse a sí mismo con el fin de dar cabida a esa exterioridad llamada, ideológicamente, no-arte. Es por ello, pensamos, que la acción de romper el lienzo no va en la onda de un estirar el arte, de renegociar los límites de su frontera para que, en su capacidad de autoreferencilidad, el arte siga pensándose a sí mismo dentro de una claustrofóbica estrategia de deglución sistémica. Por el contrario, tal acción de desmembramiento está orientado a dar cabida a eso que fue olvidado: la vida, la marca vital de su producirse. La mecánica de canibalismo artístico no funciona horizontalmente sino verticalmente.
Más en concreto, la artista vertebra una dialéctica de la desartización en formato acción-destrucción capaz de dar a la obra de arte eso mismo que el sistema-arte ha de reducir a mínimos para su inmediata domesticación: la capacidad de sorpresa, una reoxigenación que sitúa a la pieza en un umbral indecible, en lo liminar de un “estar a punto de”.
            Es por ello que algunas pieza de esta nueva serie parecen situadas en un eterno momento anterior al de su desplegarse y, lo que es más importante, anterior al instante en el que, ahora sí, serán llamadas “obra de arte”. Pero, aun así, ¿quién nos dice que es el momento del ‘antes’ y no del ‘después’, cuando la obra, una vez representado el papel que mejor sabe hacer –el de, como decimos, obra de arte– es de nuevo embalado o, simplemente, arrugado y tirado a la basura? No, no lo sabemos; no sabemos si la obra es lo que era antes o lo que es ahora: un simple lienzo arrugado y a punto de ser tirado a la basura (Nothing), unos lienzos enrollados apoyados en la pared esperando ser abiertos o, quien sabe, ser retirados (Roll).  
            Y en ese estar esperando, cuando la obra espera su ser-obra-de-arte, ocurre que suceden cosas: que se cae, se rompe, se rasga, se pisa, se machaca. Es decir: la obra no tuvo el tiempo para convertirse en aquello para lo que estaba destinado. O, puede ser, ¿no es en ese “no tener el tiempo” donde la obra cumple mejor que de cualquier otra manera su destino? Ejemplo de esto es la pieza de mayor formato, Drop, donde la obra caída al suelo, es incluso atravesada por la silla de ruedas de la artista.


            Así, la falsa pregunta dicotómica que muchos ven en el trabajo de Ángela es solo eso: una falsa cuestión capaz de callar toda la violencia que exudan sus obras. Es decir, la cuestión no es si es pintura o escultura, de si están destruidas o construidas. La cuestión a la que apuntan es que es solo en su disfuncionalidad, en su no ser lo que se presupone deberían de ser, donde las piezas adquieren el sello transfigurador de ser llamado arte. Es así que la violencia destructiva con que Ángela acomete sus obras no es otra que la violencia endémica del propio arte para mantener su reino bien a buen recaudo y bajo el epíteto de la autonomía.
En definitiva: la genialidad de Ángela de la Cruz no es tanto hacer obras de arte como usar la misma fuerza violenta del arte para desgarrarlo por dentro, para hacer que el propio arte tenga que claudicar de sus axiomas y acoger lo otro, eso que es no-arte. La misma marca de desgarramiento que se muestra en sus lienzos es la que queda inscrita en el arte como huella de una provocación a la que hay que acoger en silencio.
Porque, si es arte, solo puede habitar el umbral. Porque, si se es artista, solo puede encarnarse esa fuerza interna del umbral para desgarrar lo que ahí habita. El artista o es una fuerza de la naturaleza o no es nada, un simple perfil de Facebook.

jueves, 27 de noviembre de 2014

PEP VIDAL: TIEMPO (DES)CONTROLADO PARA UNA TESIS


PEP VIDAL: LOS LÍMITES DEL CONTROL
GALERÍA LOUIS21: 14/11/14-17/01/15


Si algo puede decirse que está claro en este mundo nuestro es que la historia aquella de Aquiles y la tortuga se no ha quedado pequeña. Pequeña no porque nos hayamos ido a otras cosmovisiones y cosmologías donde el tiempo y el espacio sean otra cosa, sino porque, de tanto acostumbrarnos a vivir en sus telúricos laberintos, que Aquiles coja o no a la tortuga nos parece un juego de niños en comparación con la profundidad que nosotros hemos encontrado en el asunto.


Como prueba un botón, o mejor dos. Según volvía a Ciudad Real en el Ave después de ver la exposición, en la radio estaban dando cuenta de un problema económico de altura: son tantos y de tanta capacidad los programas informáticos implicados en dar órdenes al Mercado, que suele ocurrir que el valor que marca una empresa sea, ni más ni menos, espectral y fantasmático: es decir, es de todo punto imposible comprar o vender a ese precio que marca. Apenas se dé la orden, ésta entra dentro de unos flujos que, por muy corto que sea el tiempo para ejecutarse la orden, el valor ya se ha modificado. A este respecto, tres días más tarde un amigo, comercial de software, me comentaba que los bancos están pidiendo programas capaces de operar en cienmilésimas de segundo. Es decir, en apenas un suspirito, en menos que canta un gallo, en un chass.


Así pues, no sabemos cómo terminó la historia de Aquiles y su tortuga, pero nuestros problemas van de lo mismo: ¿cómo instalarse en el ‘tiempo-ahora’ si no es más que pura evanescencia, apenas un suspiro rodeado de miles de instantes ‘antes’ y de instantes ‘después’?


Dicho lo cual conviene no desviarse demasiado de nuestros asuntos: esto va de arte y, también, de matemáticas. Porque Pep Vidal, como buen matemático, sabe que aunque parezca mentira hay la misma cantidad de números en el intervalo [0,1], que en el intervalo [0, 0,1]: si no recuerdo mal (yo también soy matemático aunque de los malos) “alef sub cero”. Es decir, un infinito pero con apellido, con pedigrí. Y Pep Vidal, como buen artista que es, también sabe que –sin ponerle demasiada economía al asunto– es en los intersticios del tiempo donde habitamos, donde nuestro destino se juega. En definitiva, Vidal sabe que nuestro límite de control es bastante pequeño, apenas un épsilon: el que separa siempre a Aquiles de coger a la tortuga, el que separa al comprador de invertir al valor preciso, el que separa nuestras acciones de su supuesto efecto. Porque lo que es interesante es cómo nuestra vida está, igual que los mercados o la carrera de Aquiles, zaherida por microscópicos intervalos donde, en cada uno de ellos, todo puede decantarse por un ‘sí’, un ‘no’, un –como diría Bloch– ‘no-todavía’, o, como creemos dice Vidal, ‘aún-ya’.


Y es que, pensamos, donde se sitúa el artista es en esos intersticios microscópicos pero que son capaces de reunir en torno a sí diferentes temporalidades: instantes que, aún en su evanescencia, consiguen ser comprendidos como límite superior de todos los pasados y límite inferior de todos los futuros. Es decir, quizá no hayamos alcanzado nunca a la tortuga, pero hay ciertos pasos que aún en su escuálida pequeñez nos lanzan al futuro y nos retrotraen al pasado. Total: conseguimos adelantar a la tortuga por delante y por detrás. ‘Aún-ya’, decimos: quizá nada esté ‘aún’ resuelto –el futuro está abierto- pero ‘ya’, quizá un ‘ya’ que tiende a épsilon, está todo hecho –el pasado está cerrado.


Y, ¿sobre qué aspectos cifra Pep Vidal está capacidad de ciertos instantes de ser ‘aún-ya’? Todo sobrevuela, de principio a fin, la tesis de física que escribió. Porque la tesis trata sobre lo mismo que la exposición pero, como no, desde el punto de vista científico: cómo medir lapsus temporales cercanos al nanómetro y de qué manera puede afectar cambios imperceptibles de las condiciones de medida. Es decir, otra vez, lo imperceptible de un tiempo que es cualquier cosa menos ‘presencia’ y que pareciera ser más bien un agujereado esponjoso lleno de instantes cercanos a la nada.



La primera obra, titulada Artist proof, es la primera copia no definitiva de la tesis en cuestión y que, como punto de torsión que marca el fin del principio –pues ya es con esta versión con la que se trabajará para la corrección definitiva– merece su encapsulamiento en una caja de metracrilato. Así, lo simbólico de esta copia es que es principio y fin al mismo tiempo, límite superior e inferior de un intervalo incrustado en otro más amplio –el de la presentación de la propia tesis– pero que, como los números, contiene en sí tantos trayectos de ida y vuelta (tantas posibilidades de éxito y fracaso) como el periplo completo.



La siguiente obra se basa en otro de estos intervalos de máxima elongación y mínima profundidad: aislado ya en una cabaña para poder acabar en seis meses la tesis, el artista detiene un instante la carrera de atrapar a su tortuga particular y realiza un dibujo que, como bien dice la hoja de sala, simboliza el “comienzo del final”.


Y si hemos aludido ya al ‘fin del principio’ y al ‘principio del final’ queda, sin duda, lo más interesante: la tesis, ya acabada –al menos virtualmente acabada– ha de cerrarse definitivamente con los agradecimientos. Un tiempo, un instante, una duración: lo que tarde en dar cuenta de todos los agradecimientos y que pondrá al bueno de Pep Vidal a punto de otra involución. ¿Qué hacer? Ahora, imagino yo, se trata de lo contrario, de elongar el tiempo para que nunca acabe: y es que nunca queremos coger a la tortuga del todo. Nos da miedo.



Así entonces, los agradecimientos se convierten en ventanales abiertos a muchos de los acontecimientos que ocurrieron en la vida de Vidal en los seis años que tardó en escribir la tesis. Otra vez, por tanto, la misma historia: en el instante de escribir los agradecimientos caben tantos instantes como los de los últimos seis años ¿Nos suena? Seguro que sí: en el intervalo [0, 1] hay el mismo cardinal que en el intervalo [0, 0,1], o en [0, 0,01], o en… Porque la serie no tiene fin, igual que nuestros recuerdos: “me acuerdo de…”, empieza a escribir, como un nuevo Perec, el hombre ante su obra ya –sin lugar a dudas– acabada.


Aquí se eleva la paradoja fundacional de nuestra vida: si Pep Vidal hubiese dado cuenta de todos sus recuerdos, se hubiese abierto otra serie infinita de microacontecimientos (la de cada frase que dice lo que ha recordado) que, seguramente, daría al traste con la primera serie y más importante: la del propio acabamiento de la tesis. ¿Solo me lo parece a mí o es fascinante? Y es que en esta paradoja se conjuga nuestras dos cronologías: la lineal, aristotélica, esa que dice que después del antes viene el después; y aquella otra, fenomenológica, quizá hasta agustiniana, la de la triple temporalidad del Dasein que se abre a cada instante al momento de una decisión que lo lanza al pasado y al futuro, esa que nos dice que en cada retorno cabe todo el pasado y todo el futuro.


Pep Vidal, para concluir, juega con esta paradoja que no es sino nuestra tragedia más moderna (¿no dijo Shakespeare aquello de que “el tiempo está desquiciado”? Es decir, el tiempo no cabe ya en sus cajones, en sus intervalos, está sobrepasado) y lo expone de forma estéticamente bien precisa: no sabiendo medir el tiempo más que como sucesiones de ‘ahoras’, nuestro tiempo más íntimo –ese otro fenomenológico– nos desborda destinándonos a una existencia paradójica, errática, espectral y, sobre todo, descontrolada.

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ARTE BUENO ES EL QUE ARDE: DE LAS PARADOJAS DEL ARTE COMO SIMULACRO DEMOCRÁTICO




Mucho se ha hablado de las famosas cerillas y mucho, también, se ha escrito. Nosotros nos hemos abstenido porque la cosa nos parecía de un aburrimiento supino. Pero como el aburrimiento es nuestro hábitat natural y como lo que hemos oído por ahí no nos convence nada de nada, nos ponemos a la tarea. Pero sobre todo nos ponemos a ello porque hemos descubierto que la propia tarea de escribir te puede llevar por senderos nunca antes imaginados ni transitados. Así que esperemos que, por mi bien, llegue a decir lo que todos estamos esperando que diga. En este sentido si una cosa está más que clara es que estos católicos –insidiosos, incultos, fundamentalistas y reaccionarios– no entienden nada.
Ahora bien, lo que ha de estar también bastante claro, lo que yo no termino de entender y que me ha dejado a cuadros, es cómo el arte tiene tan pocos argumentos para defenderse que casi puede decirse lo mismo: que no entiende nada. Porque en su defensa sucede lo paradójico y que, a estas alturas del partido, ya debía de estar meridianamente claro. Quiero decir: esa defensa basada en la libertad de expresión, en el sesgo plural de la democracia, autoriza de inmediato al grupúsculo pseudo-terrorista que se ha atrevido a recriminar algo al arte, a no ser que –claro está– el arte eleve la voz recordándonos a todos lo que es: un ámbito exclusivo, un reducto de excepción, un lugar sacramentado para la experimentación dónde lo que sucede, por un acto taumatúrgico, es de por sí arte y, por ende, chitón.
Es así que el mismo derecho que le asiste al arte en su autoproclamación (libertad de expresión, democracia, etc.), es la que le asiste al inculto hombre de fe en autoproclamar su sentirse molesto. Las dos proclamaciones forman parte de ese juego tan chusco e ideológicamente teledirigido que es el juego democrático. Ni más más ni más menos.
Claro está que con un matiz: si el hombre de arte no pretende eliminar nada del mundo de aquel, éste –el religioso– sí que parece decirle al arte lo que debe de hacer. Y es ahí donde todo viene a descarriarse sin arreglo alguno pero, creo yo, no en el sentido de hacer patente lo poco acertado de abogar por la retirada de la obra en sí, sino muy por el contrario en el hecho fehaciente que se ha dejado desprender de todo esta polémica: qué el arte no sabe quién es, que no reconoce su cara en el espejo. Porque, ¿qué tipo de mierda de defensa del arte es esa?, ¿Habermas resucitado?, ¿el proyecto inconcluso de la Modernidad que el arte –cuando le viene bien– reactualiza para –también cuando le viene bien– continuar en su torre de marfil?
 En mi humilde entender, el arte debería de haber transigido con la retirada. Solo retirándolo hubiese llevado a cabo de una forma radical lo que es su destino: hubiese desvelado que, efectivamente, el arte no vale para nada, que no tiene lugar en este mundo aséptico de los juegos bienintencionados de la democracia representativa. Retirándolo, el arte hubiese dicho –y muy bien dicho– que si todavía se le permite su existencia en este mundo hipertecnificado, hiperburocratizado e hiperfragmentado es porque –todos lo sabemos pero callamos como zorros– no vale para nada.
Retirándolo, el arte hubiese clamado en el desierto de su “no ser de este mundo”. Retirándolo, el arte hubiese claudicado ante ese apaño que la racionalidad ilustrada le asignó como trampa, válida durante un par de siglos pero que ahora ya parece un lugar asqueante y sin ventilación. Retirándolo, el arte hubiese roto –quizá solo durante un instante, pero lo hubiese hecho– con las reglas del juego estipuladas con anterioridad y que lo destinan a la inanición. Retirándolo, el arte quizá no hubiese dicho lo que es, pero sí hubiese dicho lo que no es: y el arte, por dignidad para consigo mismo, no es democrático. Ni lo es ni puede serlo. 
Claro está que no siendo democrático, pocas cosas le quedan por ser en este profiláctico mundo: para empezar se le acabaría el chollo de la autoreferencialidad, el aura magnética de saberse un emplazamiento institucionalizado para que el juego social coja altura. Sin ser democrático, el arte no podría contentarse con atrofias como la “teoría institucional” de Dickie o como la “transformación del lugar común” de Danto. Sin ser democrático el arte debería enfrentarse a todos sus miedos: el arte debería enfrentarse al hecho de que no se atreve a coger profundidad comunal, a dejarse llevar –pero de verdad– por la finalidad sin fin de Kant, por su “esto es bello” porque lo digo yo como sujeto autónomo que soy, por el “esto es arte” porque yo formo parte de la comunidad y lo digo de Thierry de Duve.
El error del arte, pensamos, es confundir la “comunidad de los iguales” con la “comunidad de la democracia” en la que está insertada y de la que no puede desasirse si no es con el riego de desaparecer del mapa al instante siguiente. Y esa es la trampa ideológica en la que cae y gracias a la cual sigue vivo. Porque, en definitiva, retirar la obra –así, de buenas a primeras, sin carta ni rueda de prensa alguna, retirarla sin previo aviso– sería decir, sobre todo a sí mismo, que el lugar del arte no es un museo, que lo suyo no es la simulación del proferir un juego de lenguaje más, una tirada democrática más. Retirándola, el arte al menos mostraría que lo suyo no es fingir un disenso que no le importa a nadie salvo a aquel que, todavía hoy, cree en algo tan cochambroso como la cultura y visita museos con una buena voluntad digna de encomio: retirándola el arte hubiese mostrado que lo suyo es generar efectivo disenso, crear alteridades disensuales con capacidad de absorción social.   
En este sentido, las protestas de los católicos extremistas y fundamentalistas no revierte sino en ver todas las vergüenzas al sistema-arte: es solo elevando la voz de algunos como el arte coge fuerzas para merodear todavía los senderos de una muerte aplazada. Es solo en ese protestar donde el arte sale a la palestra para hacer lo que mejor se le ha dado: apelar a la bien sabida libertad de expresión, a la democracia incluso para sentirse vivo (simularse vivo) y con aun algo que decir. Porque, al arte, amigos, le da igual ocho que ochenta: le da igual llevar un lustro zurrando al sistema consensual socio-político llamado democracia, referirse a él como el sustrato social que aniquila de raíz todo disenso, que –cuando le place– sacar la democracia a escena y decir que, mucho ojo, que él, el arte, es la conjunción casi astral donde lo democrático acontece.
En definitiva, la performance de las cerillas revela el secreto oculto de la sociedad: que no hay sociedad alguna a la que poder referir nada. Es decir, que todo no es sino un gran simulacro: el arte simula que aún tiene capacidad de generar disenso; el católico extremista simula que se ofende con una chorrada que si algo tiene de revulsivo es del sentimiento de vergüenza ajena que es capaz de generar; el museo (perdón, Museo) simula que aún es el garante de algo más que un horrendo olor a naftalina. ¡Ah! Y por supuesto, todos nosotros –o vosotros, o ellos, o quien quiera que sea– simula saberse en el lado de los buenos, de los que han cogido al toro por los cuernos y se atreven a decir las cosas como son: o que es inaceptable que alguien no entienda el ámbito de exclusividad sobre el que se cimienta el arte, o –lo mismo da– que es inaceptable que alguien, basándose precisamente en tal supuesto requisito, atente contra las íntimas creencias de algunos.     
Borja-Villel en su editorial del número 5 de CARTA decía cosas como estas: “la disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son”. Retirando la famoso caja de cerillas, el arte hubiese hecho evidente que lo suyo no es un saberse arte debido a su emplazamiento institucional, programático, jerárquico: retirándolo le hubiese dado la razón a los otros pero justo para reafirmar que, aún como imposibilidad, lo suyo es inmiscuirse en el entorno, devenir no-arte. Es decir, quemarse como 'obra de arte' dentro de la plaza pública.
Como no ha retirado la obra, como se empeña en seguir el juego de los intereses creados de la democracia consensual, si fuésemos Julio Iglesias, al arte solo podríamos decirle una cosa: “estás herido de muerte…y lo sabes”.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

SEBASTIAO SALGADO: LA (POSIBLE) IMPOSTURA DEL ARTE, DE LA ÉTICA Y (SOBRE TODO) NUESTRA


LA SAL DE LA TIERRA (WIN WENDERS, JULIANO RIBEIRO SALGADO)

En un mundo rendido al imperativo categórico del espectáculo y el disimulo, somos expertos en escurrir el bulto. Adiestrados en la cosa fantasmática de la mercancía, nosotros también nos insertamos en esa dinámica del fetiche que supone siempre dar lo uno en vez de lo otro. Así, ante la imagen solo caben dos consideraciones: o plegarnos a esa superficie que se nos muestra, concelebrar su autoproducción en la inmanencia de un mundo que es también el nuestro o, por el contrario, molestarnos por la cantidad de “realidad” puesta en juego, castigar al autor por exceder el pacto silencioso de un simulacro que sabe muy bien cuando y porqué darnos la carnaza que necesitamos.


Y es que es siempre la misma historia desde que a algún descerebrado se le ocurrió hilvanar todo este trasunto de imágenes con el nombre genérico de “arte”. O un paso más acá que todo sea un peregrinar sin ir nunca a ningún sitio, o un poco más allá que la mirada tenga que verse implicada, verse juzgada como testigo.


Lo grotesco del asunto es que la ética salta por los aires apenas uno intuye el dilema: ¿para qué crear imágenes si, precisamente, esas imágenes que nos pudieran interesar acampan en la propia realidad?, ¿para qué ensayar modo de ver si hay parcelas de este propio mundo que bien merecen el nombre de apocalípticas?, ¿para qué más imágenes si las que podemos obtener son más que suficientes para rasgar el velo de nuestra catatónica fantasía libidinal? Es todo una cháchara mórbida, una insulsa cacofonía de imaginarios que no se atreven a llegar hasta el final del horror y se contentan con ensayar el disimulo, con ejercitar el simulacro de un “hacer como si” que tiene mucho de vomitivo.



Viendo esta película no pude dejar de recordar al Prohaska de la novela de Ricardo Menéndez Salmón titulada “Medusa”. Allí se dice que “Prohaska recuerda a un artista primitivo, anterior al nacimiento de la propia idea de arte, pues recupera para el oficio su más antigua función: mostrar el mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como soñamos que debería ser”.


Y es que, lo mismo que Juan de Mairena tuvo que decir a sus alumnos que evitasen las risas en torno al oyente pues, decía el maestro, “conviene, sin embargo, que alguien escuche”, bien puede aplicarse la observación a ese mameluco apócrifo llamado arte: está muy bien todo lo que hacéis pero, sin embargo, conviene que alguien mire. Sin más, alguien que simplemente mire.


Pero, ¿es eso posible?, ¿se puede simplemente mirar?, ¿no es toda mirada una injerencia insoportable?, ¿no usurpa toda mirada un escenario que no es el suyo? Y, aun así, si lo que se registra es la banalidad de una escena, la cotidianeidad de una vida, ese plus reconcentrado alrededor de la mirada no supone gran cosa: se califica el asunto como “arte” y a otra cosa mariposa. Pero si de lo que se trata es de mirar el punto donde la vida se fractura, donde la catástrofe se desborda por los lados, ¿no es esa presencia de la mirada ajena una inmoralidad? Volviendo a “Medusa”: “¿merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o solo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos que debería de haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?”.



Y es que el dilema está justo ahí donde empieza la epopeya de Sebastiao Salgado. Porque, siendo el propósito de su obra el denunciar las injusticias que asolan el planeta, muchos consideran que sus fotografías no sirven para tal fin ya que la característica estética de su mirada deforma la verdad de la realidad representada. Es decir: ¿invalida la estética la posibilidad de la ética?


Puede ser, no negamos tal posibilidad. Y puede ser porque la estética converge (en parte) con el lugar común que configura el arte, un lugar éste que juega con un anticiparse a lo que el espectador desea ver, en mostrar lo que espectador ha venido a ver. Es decir, la medida sobre la que se construye el arte invalida muchos de los discursos éticos ya que no deja que la pregunta ética tome forma, remitiéndose todo a una pueril denuncia que utiliza los mismos instrumentos de lo denunciado para su puesta en marcha. El espectáculo, aquí, como ley general de nuestro tardo-capitalismo, juega un papel protagonista.


Pero hay lugares donde el “lugar común” del arte no tiene ningún poder respecto a una imagen que supera la medida adiestrada del propio arte. Y es ahí, pensamos, donde se inserta la obra de Salgado: tildar entonces de arte su obra porque los reglajes utilizados revelan un sustrato estético es una de esas operaciones que aniquilan el exceso escópico que exudan sus fotografías. Porque, convengamos a este respecto, lo estético excede el mundo del arte.



Lo estético es un lidiar con el exceso de la propia vida, un poder representar ese exceso y hacerlo, sobre todo, señalando el vacío sobre el que se sustentan ciertas imágenes. Porque, siendo imposible reflejar la obscenidad de lo real en estado puro, la fotografía (la imagen, la representación) señala en su propia superficie una grieta por donde la vida se escapa, muestra una fractura donde lo representado no coincide con la representación. Y eso, esa grieta, esa fractura, aparece en la superficie de la imagen como reglaje estético, un reglaje que si bien ha sido asimilado con inusitada velocidad por el arte, no coincide totalmente con él. Es decir: hay imágenes estáticas que no tiene porqué circunscribirse a ser arte, que pueden (y de hecho deben) situarse en ese ámbito excesivo donde la imagen señala su propia involución: no llegar a poder representar toda la profundidad de la vida.


Las fotografías de Salgado son estéticas no por pertenecer ignominiosamente al mundo del arte: son estéticas por, precisamente lo contrario, exceder el cortoplacismo de una producción artística devenida institución. Y es en esa marca estética donde la pregunta ética no queda invalidada: ¿cómo es posible?, ¿cómo es posible que existan imágenes cuya sola presencia deberían dar al traste con cualquier moralina, con cualquier discurso artístico institucionalizado?


Esa es la medida estética de las fotografías de brasileño: señalar el punto donde la imagen se vuelve imposible, poner la mirada ahí donde el acontecimiento se trona insoportable. Estando ahí, repetimos, la pregunta sí que puede coger altura: ¿cómo es posible tal barbarie?, ¿cómo no hay fin a la infamia y la deshumanización?, ¿cómo es posible que la vida se fracture en ese mismo punto donde la propia imagen también se desancla de los cánones de la representación?


Pero también anida otra pregunta: ¿cómo es posible que estemos tan ideológicamente programados? Porque aun en el caso que convengamos con esa crítica que se escandaliza por “usar” a las víctimas, siempre será posible referirse a otro preguntar en modo alguno menos potente que el anterior: ¿cómo es posible que tengamos que esperar a estas fotografías para, al fin, señalar a ese despojo humano (el asesinado, violado, amputado, secuestrado, desplazado, etc., etc.) como “víctima”?, ¿no debería de escandalizarnos siquiera el tener que depender de una malformación del entramado artístico para poder referirnos a los márgenes de una historia que es siempre la que nosotros –los de aquí– contamos?


Insoportable que nos hayamos siquiera planteado el “fin de la historia”, que veamos en el 11S la epopeya más grande jamás contada, que Auschwitz todavía siga teniendo ese sesgo de lo inhumano con el que todavía carga. Y es así porque la razón (esa misma instancia que condena al ostracismo a fotografías por tontear con los reglajes del arte) impone su dogmatismo incluso ahí donde muestra la necesidad del olvido: la dupla antagónica comunismo/capitalismo, el horror nazi, el terrorismo islámico, son todos ellos acontecimientos que surgen como efectos del propio proceso racional de la historia. Pero las hambrunas de Etiopía, la guerra de los Balcanes, el genocidio de Ruanda, las inmensas muchedumbres desplazadas, etc, son simples deformaciones marginales de esa misma historia. Son afueras para una razón que escupe sus miserias allá por donde pasa.


Y por mucho que nos rasguemos las vestiduras, por mucho que hayamos visto el sesgo dogmático de esa razón que nos vertebra y cómo tiene en el olvido a su mecánica ideológica propia, seguimos operando con ella. Aislados en nuestra propia fantasía, esperando llegue la imagen que irrumpe en nuestras pantallas rasgándola, no hacemos caso de nada más que lo que ocurre en nuestras pantallas. Es decir: pudiera ser verdad que la estetización de la catástrofe que lleva a cabo Salgado sea una inmoralidad, pero esa inmoralidad será siempre más pequeña que la falta de ética de un mundo que necesita de tales fotografías para que la víctima adquiera rango de visibilidad.


Salgado ha visto los mismos lugares que vio Prohaska solo que en un tiempo diferido: los conflictos bélicos, los campos nazis de exterminio, la penuria española de la posguerra, la huida, el exilio, las secuelas de Hiroshima. Si el segundo se suicidó convencido de que el horror acampaba en cualquier esquina, Salgado ha sabido encontrar una utopía que se nos descubre como perfectamente realizable: su Instituto Terra. Él mismo junto con su mujer y, después, con muchos otros, ha conseguido lo imposible: replantar la selva que había desaparecido en su ciudad natal, en la región brasileña de Minas Gerais.



Quizá ese imposible sea el mismo que el que muestran muchas de sus imágenes solo que en su reverso utópico. Es ese nuevo imposible el que nos dice que, contra todo pronóstico, mucho de lo que el hombre ha destruido es reversible. Quizá nada se les pueda devolver a ese reguero de víctimas que siguen colapsando la historia, pero si por lo menos damos marcha atrás, si respetamos ese 45 % del planeta que dice el artista que sigue como el primer día, quizá mucho se haya restaurado.


Sí, pensamos que hace falta que alguien, simplemente, mire. Con que haya solo uno que mire no habrá posibilidad para el olvido. Alguien que mire el horror a los ojos pero también mire a las pocas tribus nativas de Brasil bailar juntos. Ambas escenas no son sino las caras de una misma moneda: la Humanidad, la sal de la Tierra. Pero hace falta que nada se olvide…


Y, restañando de culpa a todo lo que aquí hemos dicho del arte, esa y no otra es la función del arte: detener la maquinaria de un tiempo que no se detiene y para el que no hay tragedia suficiente para ni siquiera ponerse a pensar. De ahí que el arte haya surgido como tal solo una vez que se constata el desgarro de la comunidad y el horror aparece: la comunidad ya no baila junta y, por eso precisamente, se hace construir un ámbito donde poder decir ‘nosotros’, donde poder bailar. Ese ámbito es el arte.