viernes, 26 de mayo de 2017

EUGENIO MERINO: TRES FUNERALES Y UN CADÁVER EQUIVOCADO

 
EUGENIO MERINO: AQUÍ MURIÓ PICASSO
ALIANZA FRANCESA (MÁLAGA): hasta 28/07/17
(texto original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Eugenio-Merino-Picasso.html)

Fiel a su talante polémico, Eugenio Merino ha formulado la mejor crítica que a la reconversión de Málaga en parque temático dedicado a Málaga puede hacerse: ofrecer lo único que falta, el propio cadáver de Picasso. Obviamente que la propuesta se beneficia del propio impulso picassiano que denuncia y que de ahí pueden verse puntos débiles. Pero, sin embargo, la obra –“cadavérica”, “mortecina”– permite rastrear varios puntos nodales –e ideológicos– del arte contemporáneo.

Me hubiese gustado titular este texto como Once tesis sobre el arte contemporáneo. Pero vista la delgada densidad de la realidad, con una sola tesis basta y sobra: el arte es una formación social y estética cuya impotencia queda manifiesta debido al régimen mediático de exhibición y producción; este régimen fagocita toda disposición social efectiva al ser ésta licuada por el espectáculo que lo cataliza y que, en último término, le da forma. Dicho de otra manera: nada nuevo bajo el sol. El arte se debate entre los dos polos que le devoran poco a poco: si por un lado su pulsión estética es prácticamente nada ante el potencial de las formas del diseño y el divertimento; por otro lado, su polo social –en tanto que fait social– ve cómo es anulado a cada paso por la nadería circense en que el régimen escópico actual, ávido de caramelos que llevarse a la boca para llenar el tiempo vacío en que vivimos, lo reconvierte.

Así entonces, es a contrapié como sobrevive el arte, sin estar nunca muy seguro de a qué carta quedarse. Si dejarse subyugar por cantos de sirena que le llegan del mundo del espectáculo en tanto que forma administrada de realidad, o si intentarlo una vez, alguna vez más, aún a sabiendas de que su intento será, como mucho y en el mejor de los casos, indiscernible de cualquier patochada en la pantalla global. Porque, incluso, la clásica formulación dialéctica que sostiene que la tarea del arte sería precisamente mostrar la inviabilidad de su proyecto emancipatorio es ya sospechosa: ¿nos muestra su inanición como esqueje de las formaciones de poder que asolan nuestra realidad o, por el contrario, no ha hecho sino metamorfosearse, el arte, en una de ellas ofreciéndonos mercancías inanes que, filtradas por la pantalla ideológica del propio arte, creemos capaces aún, ilusoriamente, de algún disenso?


La obra de Eugenio Merino se sitúa en estos territorios de lo indiscernible dudando siempre si, a efectos prácticos, lo suyo es arte, una bufonada o simplemente de una caradura indescriptible. Pero si nuestra tesis es acertada si, como suele decirse, cada época tiene los artistas que se merece, lo cierto es que Merino no hace sino situarse con esta obra en el límite fronterizo donde el arte trasmuta en chorrada. Y eso, enarbolando esta tesis única que da cuenta de lo bulímico del arte actual, es un logro.

Como poco, el cadáver picassiano nos remite a la triple tipología con que muerte y arte han ido fraguando su idilio en los últimos siglos: muerte del arte, del artista y del espectador. Lo que sucede es que, fiel a los tiempos que corren y que dan como resultado del arte contemporáneo un campo perfectamente predecible, el triple despliegue de esta muerte nada tiene de dialéctico sino, más bien, de mediático.

Y es que a fin de cuentas es ese régimen mediático el que ha terminado con anular cualquier mínimo ejercicio de resistencia estético. El impulso mediático que como vehiculador de una nueva forma de aura ha servido de pantalla desde donde –y a través de la cual– el arte ha ido desplegándose en esa doble vis de fait social e instancia estética, ha terminado por claudicar, por cerrarse en banda: por, en definitiva, anular toda distancia –escópica, estética– desde donde el arte planteaba su metodología crítica. Ahora mismo las lógicas del capital administrado han acelerado su velocidad para que, de hecho, no haya límite: ni para la mirar ni para el deseo. Todo puede ser visto porque todo puede ser deseado. Cerrándose en una esfera inmanente donde la imagen no es ya señalada por lo que representa sino por el simple y mero hecho de que es, el hecho es que vivimos en la imagen, sin límite alguno más que la angustia que nos produce el que alguna vez, alguna imagen, sea la última.

En este requerimiento ante una pulsión escópica que en tanto que ideología le promete al arte los réditos que de otro modo nunca tendría, éste, el arte, queda domesticado dentro de las coordenadas que el capital necesita para su progresiva implantación global. Fusionándose con las necesidades del capitalismo, el arte ha encontrado su perfecta razón de ser dar de comer a aquel que, al tiempo, le mata lentamente de hambre. El arte, engalanado como acontecimiento de esos que “hay que ver”, discurre como un campo de bombas lapas donde, solo aparentemente, parece que hay algo que ver: la efemerología, el bienalismo y la hiper-institucionalización, son las tres patas del banco desde las que el arte ejerce su magisterio.


Ahogado todo el arte español de este año 2017 por el aniversario del Guernica, alimentado ese mismo arte por burbujas artísticas como la de Málaga, los astros se han compinchado para tener a Picasso en el ojo del huracán. Además: el post-impresionismo y el genio malagueño es lo último que, para la inmensa masa profana que va de un lado para otro consumiendo acontecimientos, puede ser saludado aún con arte sin dudarlo un instante. El resultado es que la ciudad de Málaga se ha reconvertido en los últimos años según la imagen que destilan de Picasso, disponiendo todo tipo de entretenimientos, de ocio y de cultura, donde se puede ver TODO lo referido a la vida de Pablo Picasso. Y eso que sólo vivió allí hasta los diez años y que a los veinte fue la última vez que se dejó ver. Es decir: un bulo considerable.

Lo que Eugenio Merino ha hecho es, simplemente, cerrar el círculo: hacer posible que el turista desnortado que generalmente puebla estos saraos puede verlo TODO y que se lleve a casa eso que busca: una experiencia inolvidable, un selfie con el cadáver de Picasso. Y es que podrá gustar más o menos, podrá vérsele más o menos las costuras y ser criticada la propia instalación como boutade que no añade nada al peso crítico que el arte necesita para su resurgimiento. Pero no es así del todo: y es que, pensamos, la broma de Merino remite en última instancia a la necesidad de un nuevo aura, un aura no ya como presencia de una lejanía sino como inmediatez de lo hipervisual. Es decir: es todo un truco. Si en una primera interpretación todo puede ser explicado alrededor de las muertes que se van desplegando (del artista, del arte, del propio espectador), en un segundo nivel la obra habla de que ante tales “muertes” no se debe echar el enésimo lloro ni mucho menos aún poner el grito en el cielo, no se debe uno rasgar las vestiduras y darse al agorerismo, sino, mucho más radical aún, tomarse tales muertes en serio.

Sí: Picasso murió y nuestro problema es que no lo superamos. Con una querencia mitológica hacia la mistificación del genio, nos enredamos en nimiedades y encima tenemos los bemoles de echarle la culpa al arte o al artista. La cuestión es comprender que la inserción dentro de la producción artística de medios de reproducción hiper-mediática no va en la línea de, anulada la lógica de unos conceptos como el de original, autenticidad o autor, proceder a dinamitar el concepto de arte, sino la continuación de ese mismo rasgo aurático solo que bajo otros condicionantes, provocando desplazamientos en el proceso de significación de la obra, de la emergencia de su sentido y, sobre todo, arruinando –eso sí– toda noción estable de obra de arte.


En definitiva: una lectura atenta de la propuesta de Merino es la que nos dice que debiéramos pasar a otra cosa y superar, de una vez por todas, nuestro duelo una idea ciertamente romántica del arte. Eso nos permitiría decir que el cadáver, ahora sí, era el equivocado: ni arte, ni artista ni espectador han muerto, sino que se han transformado a raíz de las necesidades que el estadio actual del capitalismo requiere. Y ello, igualmente, posibilitaría una superación por elevación de toda una red de antagonismos que va tejiendo una trama con la que el arte aún guarda su parcelita de poder: la de aquellos que desprecian el arte contemporáneo por incomprensible prefiriendo rendirse a la peregrinación mausolística del genio frente a aquellos otros que desde posiciones elitistas desprecian precisamente ese comportamiento paniaguado de la masa sin saber que es su mismo gesto clasista lo que lo permite. Y, por último, acabaría con esa idea regulativa y sumamente ideológica de la “muerte del arte”: una idea donde se condensa la propia dejadez del arte –trasmutada falsamente como mera ‘imposibilidad’– para mutar sus propuestos y condicionantes.

Por tanto ni velar su cadáver ni esperar una resurrección. Debemos abandonar nuestra posición de plañideras oficiales y también desligarnos de toda formación utópica que pretenda canalizar el arte. En suma: superar el duelo sin dejarnos llevar por banderola con nos guíe los pasos (ejemplos de estos que han acabado en totalitarismos ya hemos tenido bastante.

¿Cómo hacer eso? No sabríamos decir. Por de pronto teniendo en cuanta que esta obra de Merino va “contra” todos: no solo contra la masificación de un arte trocado en divertimento y ocio, sino también contra quienes no dejan de rasgarse las vestiduras contra la banalización del arte actual, sollozando por un mundo pasado que nunca volverá y soñando con algún tipo de superación. Y es que solo así, dejando tales polarizaciones, podremos dejar al arte libre de ataduras y ser fiel a los requerimientos que la ideología escópica actual pudiera demandarle. 

viernes, 12 de mayo de 2017

ECUADOR Y MÁS ALLÁ: LA COMUNIDAD COMO RESTO MÍTICO


HACIA DONDE OLMEDO MIRADA
GALERÍA PONCE+ROBLES: hasta el 19/05/17

Si esta exposición nos viene que ni al pelo es porque, sin ser considerada política, nos remite mejor que otras muchas exposiciones al núcleo donde lo político germina y vertebra la comunidad. Porque político –lo hemos dicho muchas veces– no consiste en enarbolar la bandera de la justicia, en mostrar los detritus que va dejando atrás la maquinaria del progreso y del capital. Político, en el arte, habría de remitir a ese nudo donde la política comienza su ejercicio: al hecho constitutivo y constituyente de fragmentar la sociedad a través de antagonismos, de minar el campo de lo social para hacerlo implosionar en dos grupos –los amigos y los enemigos, los buenos y los malos, los unos y los otros.   

Y es de esto de lo que trata esta exposición: de que veamos el rasgo cuasi mítico que anida en toda formación antagonista. Porque, por muy modernos que nos creamos, por mucha racionalidad que le pongamos al asunto, la generación de los pares antagónicos viene dado por la vehiculación de significantes vacíos creados por fuerzas mitológicas e irracionales, por acontecimientos mínimos capaces de congregar en torno suyo una gran fuerza de semantizar amplios espectros de los social.

            Esto es lo que sostenía Levi-Strauss en su explicación estructuralista del mito y que más tarde sirvió para que el post-estructuralismo tomase mando en plazo alrededor de la idea de que, de hecho, los significantes nunca reposan sino que son más bien nómadas, atrapados en una fluídica capaz de deslizar todo el sistema de significación, sin otro origen más que el pudiera fundamentarse mitológicamente. Y esto, el ejercicio del antagonismo como germen de la política, es también lo que ha puesto en la palestra –y vinculado a los populismos– José Luis Pardo en su ensayo Estudios del malestar: en el ejercicio de la política en tanto que populismo es ahora moda el tratar de romper el consabido “pacto social” de Hobbes debido a que de él penden restos mitológicos y de “intereses creados” que lo hacen, dicen ellos, inservible, sin saber que el querer retrotraerse a un origen previo –a la autenticidad de la política– es algo más mitológico e irracional aún.


En este sentido, lo interesante de la exposición es que muestra cómo este significante vacío, nómada y antagónico es construido aún hoy en día a través de acontecimientos no ya mínimos sino cargados de ironía, perplejidad y, sobre todo, con la capacidad de poder ser resemantizados a cada tanto para usufructo de determinados intereses. El punto de partida que ha tomado Pily Estrada –comisaria de la expo– para esta propuesta es una serie de polémicas menores en torno a una estatua de José Joaquín de Olmedo (primer presidente de la Provincia Libre de Guayaquil, emancipada antes que incluso que Ecuador) que aún en los absurdos debates que generó se erige como monumento con reiterada capacidad para la vertebración de antagonismos.

Primera polémica: la ciudad de Guayaquil comisionó un monumento a su figura con ocasión del centenario de su nacimiento. A su regreso de Francia, la comisión presentó un monumento con un parecido bastante sospechoso a Lord Byron. Unos diciendo que no, otros diciendo que sí, la polémica atraviesa la historia de la ciudad. Segunda polémica: más de cien años después, en el 2000, la estatua es trasladada a la nueva zona del Malecón naciendo una nueva diatriba: colocar a la estatua de cara a la ciudad o al río Guayas.

La conclusión que saca la comisaria de todo este asunto presto a la rumorología es que, como señala en la hoja de sala, no importa mucho quién es, qué hizo o hacia donde mire La cuestión es que “amamos imaginar al héroe” y eso nos basta: para construirnos una memoria, un país, una historia, una identidad. Y es alrededor de esta idea –idea que de hecho debiera funcionar como epicentro del quéhacer artístico en tanto que capaz al mismo tiempo de mostrar lo ideológico de toda toma de posición política sin por ello dejar de mancharse las manos en busca de un futuro mejor– desde donde la comisaria ha reunido a un de artistas ecuatorianos para que den forma a esta intuición fundacional y fundamental del arte.


            Todas las obras presentes aluden de una manera u otra al proceso de creación de una sociedad, a la red de hazañas inútiles que nos atestiguan como identidad, a la nimiedad desde la que puede constituirse un héroe, a la necesidad de cargar con un pasado y volver a él para ser alguien, a lo estrafalario de las pulsiones que nos cohesionan y nos separan, al ir y venir de historias reinterpretadas y traducidas que configuran el espacio público. Es decir: a la ficción mitológica en que toda formación de sentido recae. El resultado: una estupenda exposición que nos muestra el reflejo invertido, deformado y desplazado que de la comunidad –en tanto que ente político y social– debiera siempre proponer el arte.

miércoles, 3 de mayo de 2017

ENRIQUE RADIGALES: NATURALEZA Y TECNOLOGÍA


ENRIQUE RADIGALES: EL EFECTO JÜRGENSO
GALERÍA THE GOMA: 16/03/17-18/05/17

Al acceder a la página web de Enrique Radigales un mensaje aparece hasta que la información termina por cargarse: transcendental technology. Pasando desapercibido en un primer acceso, el mensaje cala ya desde el segundo intento. Y es que pocas veces un artista resume tan bien sus intereses y el sentido en el que estos operan. Tecnología trascendental: no –y aquí está el valor en alza de este artista– en el intento desnortado de hacer de la tecnología el trampolín con el que alcanzar utopía alguna sino, y más bien en sentido kantiano, en cuanto que reflexión acerca de las condiciones de posibilidad de la propia tecnología.
Es decir, si Radigales utiliza la tecnología no es para apuntar a ese destino post-utópico que se nos dice habita detrás de ese mundo inmaterial, trasparente e higiénicamente sobrevenido que es el que viene auspiciado por la tecnología, sino como un ejercitarse en la frontera de ambos regímenes, en el ínterin donde lo analógico y lo tecnológico comparten aún una misma fundamentación. Y es que es ahí, en el espacio donde dos regímenes de realidades se solapan, donde la técnica muestra tanto la radical apertura que en cada caso inaugura como la perversión maquínica con la que opera. Es decir, donde a cada paso parece que hay que elegir entre, y tomado aquí la jerga de Heidegger, una “técnica-como-explotar-provocante” y una “técnica-como-desocultarse-poético”.
Pero más grave aún que esta ambivalencia redención/condenación que la técnica instaura en nuestro mundo, está el descubrimiento que hizo Benjamin y lo que a la postre hace de él un teórico del arte de primer orden casi ochenta años después: que no somos nosotros los que elegimos una de las dos caras en las que se resuelve lo técnico sino que es el propio destino el que se da ya dentro de lo técnico. Es decir: fue él quien vio que más que tensiones dialécticas en el seno de la separación del trabajo que la producción de la obra generaba, lo que mejor capacidad tenía para apuntar a una cierta emancipación era la modulación de grandes montantes de sensación canalizadas por los nuevos modos de reproducción. Es a esa modulación tecnificada de la sensibilidad a lo que se llama capitalismo. Y es ese, el capitalismo, nuestro destino en tanto que tecnologización de nuestros mundos de vida.
 
 
Dicho todo esto, la única relación válida del arte con la técnica no es aquella que merodea los territorios de la utopía sino aquella que desvela el plan de injerencia dromótica del capitalismo, aquella que obstaculiza aunque sea mínimamente está implantación global, aquella que fisgonea en los aquelarres que la técnica imprime a sus sufrientes cobayas, aquella que trata de mostrar el atroz régimen de alienación que el cumplimiento efectivo del que pareciera es nuestro más incipiente destino puede causar en nosotros. Es decir: la única relación del arte con la técnica es aquella que trata de revertir la impronta tecnológica en la producción ya perfectamente programada de mundo, realidad y subjetividad. Y es que, como señaló en su día Brea, “cuando el pensamiento se relaciona con la técnica bajo ese régimen de ‘insumisión’, su resultado se llama: arte”.
A nuestro entender, esta es la toma de posición que asumió Enrique Radigales desde sus inicios artísticos y lo que sin duda hace de él un artista sumamente interesante. Formado inicialmente como pintor, sus “devaneos” con la técnica no van en la onda de servirse de las posibilidades tecnológicas y materiales que pudiera ésta brindar sino en la decisión propia de quien sabe que una lógica de la representación ajena a la propia representación del mundo que la técnica posibilita no es sino un arte huero y caduco. Así pues, técnica y pintura, lo virtual y lo analógico: no como moda de la modernitis del arte sino como emplazamiento polémico y antagónico donde el arte ha de situarse para por ser llamado así.
En esta ocasión, la cuestión cuasi heideggeriana acerca de la técnica es planteada en relación al descubrimiento de Friedrich Jürgenson en la primavera de 1959: la psicofonía o transcomunicación instrumental. Habiendo colocado una grabadora durante la noche en una ventana abierta en pleno bosque sueco, lo que se encontró a la mañana siguiente no era ningún cálido paisaje sonoro: fue, según apunta al hojita de sala, “el solo de un clarín, una voz masculina hablando de cantos de pájaros nocturnos, junto a un parloteo constante, silbidos y diferentes salpicaduras de sonidos”.
 
 
La obra se sitúa en las coordenadas que le interesan a Radigales: la digitalización tecnológica de un paisaje, su peinado tecnológico para sacar a la luz una verdad incómoda para esta ideología que, en tanto que destino, nos señala siempre hacia adelante, hacia un progreso –nos dicen– ilimitado. Esta “verdad incómoda” surge en tanto que ruina, en tanto que pasado aún sedimentado en diferentes gamas de frecuencias –nunca mejor dicho en el caso de las psicofonías– que nos ponen sobre la pista de que el futuro no es el único lugar donde habita nuestra esperanza, de que es dudoso que el progreso nos guarde grandes alegrías si no hace sino olvidar muchas de nuestras historias, que es improbable que la tecnología nos redima si pide de nosotros que renunciemos a nuestro hábitat natural. En este sentido, naturaleza y tecnología –su aporiético diálogo– son los pilares sobre los que se funda el trabajo del artista zaragozano: solo una tecnología que nos ayude a emerger bloques de pasado –de zonas de invisibilidad, de ámbitos de irracionalidad– será capaz de ayudarnos en la tarea que nos traemos entre manos. A esta relación aluden sus paneles pintados que si por una parte aluden al ámbito de lo tecnológico al ser réplicas de las estanterías donde estaban colocadas las cintas de Jürgenson por otra parte aluden también a la importancia de un contacto con la naturaleza, encarnado este momento en las maderas de boj que sirven de soporte.
Bien es cierto que en este camino –perfectamente válido, cómo hemos tratado de hacer notar– Radigales denota un semblante nostálgico, una querencia hacia una melancolía por otros tiempos quien sabe sí míticos donde aún latía una verdad bajo esa espesura de 0 y 1 en la que ahora se ha convertido nuestra realidad. Pensamos –nosotros más proclives a un endurecimiento de las condiciones dialécticas en el emerger de la obra de arte– que quizá también este momento debiera ser sometido a crítica: si es necesario torpedear la destinación que el engranaje tecno-capitalista nos tiene preparado no es para hacernos fuerte en una nostalgia mítica sino, de tener las fuerzas para ello, para saber que lo nuestro es un oír voces sin saber muy bien de donde vienen.
 
 
En este sentido, la pregunta que nos hacemos desde la propia hoja de sala (“¿no será capaz también nuestro yo de experimentar el plano velado de este mundo?”) debiera ser contestada con un rotundo “no”. Y es que esa es nuestra condena: que si bien la tecnología nos incita a dejar sedimentados restos de un pasado que aún tiene mucho que decirnos, si la tecnología nos empuja siempre hacia un futuro que no nos satisface como presuntamente debiera hacerlo, no hay otro modo de experimentar la realidad que no sea el que nos posibilita la tecnología. Dicho de otra manera: no hay manera de mirar debajo de las apariencias, de asomarnos a la naturaleza, que no sea a través de una tecnología. En suma: no hay momento en el proceso de conocimiento que no sea ideológico.
Esa es la esencia de la técnica frente a la cual o con la cual solo cabe reflexionar en tanto que "tecnología trascendental".